LOS CUADROS DE MAYO (2018)
El
joven pintor sueco Simon Dahlgren Strååt es autor de obras de técnica realista
a las que la adopción de un punto de vista peculiar dota de una singular
capacidad para producir extrañamiento. Sus personajes son gente común inscrita
en entornos cotidianos que, curiosamente, producen una sensación de inquietud.
Así sucede en este sorprendente cuadro, titulado Horror vacui. Estos dos pequeños visitantes de un museo podrían
haber dado origen a una escena sentimental o incluso edulcorada, pero el
artista renuncia a la fácil conexión con el espectador situando a sus dos
jóvenes modelos de espaldas, perdidos frente a la enormidad verde de un
gigantesco acuario cuyos límites se escapan fuera del lienzo y que parece, por
tanto, no tener fin. La escena está llena de elementos sugerentes: las figuras
menudas y solitarias frente a la amenazadora inmensidad en la que, gracias a la
iluminación, parece ir a materializarse una presencia inesperada; la
disposición en primer plano de una vitrina bajo la que pequeños restos
arqueológicos duermen su sueño de siglos o tal vez milenios. El que contempla
esta obra tiene la seguridad de que el pintor ha querido transmitirle algo más
allá de lo evidente. Resulta inevitable, por tanto, lanzarse a una
interpretación simbólica de este cuadro que nos habla de lo inmutable y lo
pasajero, de la fragilidad del ser humano indefenso frente a grandes enigmas
que lo superan.
De
vez en cuando la pintura salta a los medios de comunicación al margen de las
habituales reseñas sobre exposiciones. Surgen entonces noticias llenas de
cifras exorbitantes para el ciudadano medio; se mencionan casas de subastas,
compradores o millonarios filántropos que donan cuadros a instituciones
públicas para el solaz de la mayoría. A mí me molesta esa mezcla entre arte y
cuestión crematística; por eso rescato para esta sección la última de las obras
que se ha mostrado a la luz pública unida a un proceso de este tipo. Se trata
del retrato titulado Josefa Aguilar
Ceballos, luego marquesa de Espeja de Federico de Madrazo, uno de los
grandes del XIX español, hábil captador de la galería humana que conformó la
aristocracia de su tiempo. Se ha hablado mucho de la adquisición de esta obra
por una adinerada empresaria que lo ha donado al Museo del Prado, pero no tanto
acerca de sus virtudes pictóricas. Este retrato clásico y majestuoso es un buen
ejemplo del dominio técnico de su autor, que llega al más absoluto alarde en la
plasmación de la indumentaria de la modelo. El contraste entre el encaje del
vestido y la textura satinada del mantón que la joven sostiene en su brazo
derecho es extraordinario. Serena y elegante, la futura marquesa de Espeja posa
en una actitud sencilla, con las manos entrelazadas sobre el regazo, con los
hombros desnudos, una sonrisa leve, carente de picardía, y una mirada limpia
que pasa por encima de los ojos de los que la contemplan: la perfecta
encarnación de la delicadeza y el recato. Le sirve de fondo el muro de una casa
noble, que se abre en su esquina izquierda a un jardín en el que un pavo real
se encarama en una gran maceta, frente a una frondosa espesura. El interior
sobrio y ordenado se abre a un exterior de tintes románticos: tal vez esta
modelo, prodigio de distinción, oculta pulsiones no tan claras bajo su pulcra
apariencia.
Antonio
Barahona es un joven pintor sevillano especializado en reflejar rincones de su
mundo cotidiano en los que el elemento vegetal tiene un importante peso. Su
obra es luminosa, de pincelada ágil, y está llena de atención y amor hacia los
detalles. Lo he descubierto hace poco a través del cuadro que encabeza estas líneas,
titulado La maceta del patio. Se
trata de un lienzo que presenta unidas características que me resultan muy
gratas, como son el protagonismo de lo sencillo, la claridad de la composición
y la limpieza del fondo neutro sobre el cual se recorta con viveza el hermoso
colorido de las hojas en las que el pintor centra su atención. Un muro
descuidado y unas plantas que crecen a su libre albedrío pueden formar un conjunto
de singular belleza, que solo una mirada sensible puede descubrir. Pero hay una
última razón para mi preferencia por este cuadro entre los que conozco de su
autor: el hecho de que esta maceta alargada y su habitante de vivo color
remolacha sean muy parecidos a los que ocupan un rincón de mi cocina. Barahona
me parece por ello el perfecto retratista de la alegría vegetal, de la
primavera que estalla y de los rincones más amables de mi propia casa.
Durante
un tiempo tuve este cuadro como fondo de pantalla del móvil, sin saber quién
era su autor. Ignoro cómo llegó a mi poder: una de tantas imágenes sugerentes
que circulan por las redes y que saturan los archivos de los enamorados del
arte. Ayer mismo, una revista digital que consulto con frecuencia me aclaró los
datos de la obra. Responde al sugerente título de Bomenrij (que, según creo, significa algo así como Fila de árboles) y es obra del pintor
holandés Jan Mankes, nacido en los últimos años del siglo XIX. Mankes tuvo una
vida muy breve, marcada por el descanso al que se vio obligado como
consecuencia de su tuberculosis. En contacto con la naturaleza desde sus
primeros años, es el creador de un universo plácido y aterciopelado, en el que
paisajes, objetos y personas se ven envueltos por una pátina de dulzura y
misterio: la mirada reposada de un hombre sensible y reflexivo, apartado del
ajetreo del mundo y centrado en su incansable trabajo de observar y plasmar.
Este cuadro en concreto está transido de una indefinible tristeza. El
predominio de colores fríos, el dibujo de las ramas casi desnudas sobre el
cielo gris, la bandada de pájaros y las figuras minúsculas de los dos paseantes
transmiten una impresión de soledad y silencio. A Jan Mankes le bastaron
treinta años de vida para dejarnos doscientas interpretaciones como esta de su
entorno. Sin duda, tuvo más tiempo de mirar alrededor que los que corremos
infatigables en medio de la agitación y el ruido.
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