UNA ENFERMEDAD INCURABLE

Cuando tengo que leer a los clásicos con mis alumnos, uso siempre textos adaptados. Es un tema que suscita disparidad de opiniones: de un lado, los que defienden que, sin su forma original, una obra literaria se desvirtúa; de otro, los que creen que un primer acercamiento tiene que pasar necesariamente por la comprensión, aunque eso implique ciertas “traiciones”. Yo me alineo con estos últimos; la adaptación es, para mí, un mal menor: los que luchamos a diario con el despego hacia la literatura, nos volvemos prácticos por necesidad.

Pero hoy no quiero entrar en esa controversia. Hoy quiero contar una de esas pequeñas anécdotas que me suceden de vez en cuando y que me hacen amar mi profesión. Sucedió hará cosa de un mes, cuando andaba yo peleándome con un numeroso grupo de alumnos de tercero de ESO para que la figura de Cervantes les pareciera algo más que un tipo apolillado, creador de textos incomprensibles y generador de títulos imposibles de recordar como Trabajos de Persiles y Sigismunda. Para ello, dediqué varias sesiones ―y lo hice encantada: es lo que más me gusta hacer en mi trabajo― a leer con ellos los capítulos iniciales de El Quijote. Me ayudé para ello de una versión adaptada con unas hermosas ilustraciones y un texto claro, abreviado y al alcance de cualquier lector medio. El resultado, según creo, no fue malo: los alumnos se asombraban primero con la locura del hidalgo, se reían después cuando se tenían que reír y ―algunos― se compadecían o sacaban conclusiones nada desdeñables. Y lo mejor de todo: lo entendieron. Me parece que han sido las sesiones mejor empleadas de lo que llevo de curso, junto con aquellas en que hice lo mismo con La Celestina y el Lazarillo de Tormes.

El hecho no tendría mayor importancia (se repite más o menos igual cada vez que imparto este nivel en el que tengo que enfrentar a alumnos muy jóvenes a textos antiguos y difíciles), de no ser porque, al final de una de esas sesiones de lectura, un chico que se sienta en primera fila se acercó a mí para decirme algo con gesto confidencial. He de decir que se trata de un alumno especial, buen lector, amante del teatro y escritor en ciernes; lo que me iba a decir prometía no ser un comentario al uso. El caso es que el chaval en cuestión se inclinó hacia mí y, en un volumen que no podía captar nadie más en el aula, me confesó que a él le gustaba El Quijote en su lengua original, porque disfrutaba leyendo castellano antiguo. Lo dijo con cierta preocupación, como si me estuviera confesando una tara que le avergonzase. No iba del todo desencaminado en su prudencia: de haberlo oído alguno de los compañeros que en ese momento estaban inmersos en el barullo del cambio de clase, seguro que su confesión habría sido fuente de bromas durante un tiempo. Yo tranquilicé al chico. Le dije ―supongo que era lo que esperaba con su confidencia― que a mí también me gusta el castellano antiguo. Mi respuesta tuvo el tono de la del médico que dispersa los temores de un paciente restando importancia a sus síntomas. No sé si fue un motivo de tranquilidad para este alumno que una persona como yo, que tampoco se siente demasiado inmersa en el mundo que la circunda, se reconociera víctima de la misma rareza que él. Lo que sí está claro es que por un momento nos sentimos hermanados, un poco menos solos con nuestra peculiaridad.

Salí de la clase sonriendo, armada con los mil trastos que traslado a diario de aula en aula. Sentía una enorme simpatía por aquel muchacho. Más o menos con sus años, descubrí que me había contagiado de su misma enfermedad: el amor a las palabras. Lo que no le dije es que más le vale irse acostumbrando, porque no tiene cura.

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