LA DOBLE MUERTE
El
pasado lunes, me escribió un amigo con el que no tenía contacto desde hacía
meses. Comenzaba su mensaje diciendo que se había acordado de mí al enterarse
de la muerte del novelista Henning Mankell; a continuación me preguntaba cómo
estaba yo. Leído por una persona ajena, el mensaje parecería probablemente una
muestra de preocupación y solidaridad con alguien que ha perdido a un familiar
o a un amigo. En el fondo, tal impresión no está del todo alejada de la
realidad.
Hay
una frase preciosa de Paul Auster que viene muy al caso y a la que he hecho
alusión ya varias veces en este blog, la última de ellas, con motivo de la
desaparición de Rafael Chirbes el pasado mes de agosto. La frase en cuestión
pertenece a la parte final del discurso pronunciado por Auster en la ceremonia
de entrega del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006. Dice así: «La novela es una
colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el
único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de
absoluta intimidad». No encuentro mejor forma
de explicar la sensación de orfandad que me asaltó el lunes pasado al oír la
noticia de la muerte de este desconocido con el que, sin embargo, he compartido
tantas historias, sentimientos y emociones, y con el que tengo la impresión de
haber sostenido en la distancia un largo diálogo que ahora ha quedado
interrumpido para siempre. Sé más de este tipo nacido en latitudes distantes y
con el que no me he cruzado jamás físicamente que de numerosas personas con las que
comparto espacio vital a diario. He hablado sobre él con mis amigos como si se
tratara de un miembro más de nuestro círculo de relaciones. No es extraño que
alguno se haya apresurado a escribirme al enterarse de su muerte y me haya
lanzado su preocupada pregunta: «¿Tú cómo estás?».
A la habitual relación
de proximidad y lejanía que todo lector establece con los escritores que le
agradan, se une en el caso de Mankell una circunstancia que añade complejidad a
este juego de ilusiones: es el creador de un personaje cuyas andanzas he
seguido novela tras novela con preocupación, intriga y simpatía, y sobre cuya
existencia real una parte de mí ―la más ingenua y fácilmente seducible por la
ficción― está convencida. Yo al comisario Kurt Wallander le tengo un cariño
especial desde que lo conocí en la primera de sus aventuras, la que lleva por
título Asesinos sin rostro; desde
entonces lo he acompañado en sus indagaciones, me he preocupado por su
desastrada vida personal, he sufrido lo indecible cada vez que, en un arrebato
a medio camino entre lo genial y lo temerario, este policía visceral e
intuitivo se ha plantado a solas en el camino de un peligroso criminal sin
llevar arma, con el móvil sin batería, con el coche averiado, en la noche, bajo
la lluvia. Este tipo impulsivo me ha hecho pasar ratos malísimos y me ha
producido más de una vez el deseo de irrumpir en la trama para, cariñosa y
maternal, poner un poco de orden en su vida. Me encantaría escucharlo
desahogarse por el fracaso de su matrimonio o por la tortuosa relación con su
padre. Me permitiría, creo, la confianza de recordarle algún pequeño detalle
doméstico a este hombre capaz de resolver el mayor de los misterios pero
incapaz de acordarse de poner una lavadora. La parte de mí que está convencida
de su existencia tiene fe en que, si alguna vez se cruza conmigo en algún
rincón del planeta, nos reconoceremos de inmediato.
Hace ocho años,
Mankell terminaba El hombre inquieto,
la última historia de la serie protagonizada por Wallander, con una escena
desoladora: el comisario veía acercarse a su nieta y, por un momento, no la
reconocía. Estaba experimentando los primeros síntomas de Alzheimer, enfermedad
que también había padecido su padre en sus últimos años. Supongo que fuimos
muchos los lectores tristes y enfadados a partes iguales al enterarnos de que
no habría más tramas protagonizadas por nuestro querido personaje. Su autor
había decidido no llevar más allá la estrecha relación que los había unido
durante casi dos décadas, en un acto similar, supongo, al que llevó a Arthur
Conan Doyle a eliminar a su carismático Sherlock Holmes. Fue la primera parte
de esa doble muerte que ha culminado el pasado 5 de octubre. Se nos fue la
criatura, ahora se ha ido su autor. Por obra y gracia de la literatura, ambos
seguirán para mí igualmente vivos.
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