OTOÑOS (I)
Dentro
del privilegiado espectáculo que es la sucesión de las estaciones, mi momento
preferido es este en el que nos encontramos: el consuelo a los calores
estivales, las primeras lluvias tras la sequía, los cielos recuperados para las
nubes, las primicias de la oscuridad.
A
finales del mes pasado, se me ocurrió poner en la sección El cuadro de la semana una obra que tuviera como tema central el
otoño y me lancé a buscarla por la red. Lo que me encontré fue una
proliferación de pinturas sin alma, con un insoportable predominio del rojo y
el naranja y un recargamiento compositivo que las hacía absolutamente
intercambiables. Yo no salía de mi asombro. Recordaba haber hecho una búsqueda
similar con el invierno y haber encontrado tantas obras notables que me había
resultado complicado elegir una. ¿Era posible que mi estación favorita, la que
está en mi mente asociada a cualidades como la delicadeza y la interioridad,
hubiera merecido una representación plástica tan torpe? Pero no. Era cuestión
de seguir buscando y ―con perdón por el chiste fácil― abrirse paso entre la
hojarasca hasta dar con cuadros de interés, que fueran más allá de lo obvio y
efectista para captar el espíritu de esta estación que a muchos nos emociona
especialmente. Traigo hoy aquí una primera entrega de esos hermosos
descubrimientos.
El
primero por orden cronológico de los pintores que he seleccionado es el gran
maestro de los ciclos de la naturaleza y de la relación entre humanos y
paisaje, Brueghel el Viejo. Acudí directamente a él cuando la búsqueda empezó a
mostrarse infructuosa. Estaba segura de que habría creado bellas imágenes de personajes
que desarrollan su quehacer cotidiano en medio de un paisaje otoñal, y así fue:
encontré este Regreso de la manada que
lleva el subtítulo de Otoño. Como
siempre sucede con Brueghel, la composición es de un tremendo dinamismo; la
sucesión de animales y personas que retornan al hogar traza una curva justo
delante de nosotros y parece arrastrarnos en su camino de vuelta. El paisaje de
fondo, duro y agreste, tiene un gran poder de sugerencia. Y atención a la
silueta del ave posada en una rama desnuda: los cuadros de este autor están
llenos de hermosos detalles que se integran sin dificultad en un conjunto
armónico.
El
pintor victoriano de la penumbra y el misterio, John Atkinson Grimshaw, se
inclina por el lado inquietante de la estación otoñal en su cuadro titulado Luz de luna. Las obras de Grimshaw son
un extraordinario despliegue de estados de ánimo melancólicos transmutados en
paisajes nocturnos y, con frecuencia, con un toque espectral. Es el pintor
ideal para ilustrar las cubiertas de relatos decimonónicos de terror, como bien
saben los diseñadores de la editorial Impedimenta.
A mí los cuadros de este hombre me gustan todos y me producen unos irrefrenables
deseos de saltar a su interior para pasear por los caminos que se adentran en
horizontes brumosos e imprecisos. Como suele suceder en sus creaciones, esta
escena está habitada por una silueta pequeña e indeterminada con la que es
fácil que el espectador se identifique. La técnica del pintor se manifiesta
impecable: véase el efecto del suelo embarrado y la increíble recreación del
cielo nocturno. Nadie como Grimshaw para pintar la luna asomándose entre las
ramas.
Decorativo
y barroco como siempre, Gustav Klimt nos deja esta personal visión del otoño
en Bosque de abedules. Sólo un artista
original como él es capaz de centrarse en el elemento más manido para la
plasmación de esta época del año, el de las hojas caídas, y crear un conjunto
singular que no se parece a nada. Klimt elige una perspectiva a ras de tierra
que elimina las ramas de los árboles y se centra en lo que es el foco de su
atención, el suelo tapizado de hojas muertas que adquieren la belleza de un
manto de piedras preciosas. Los hermosos troncos bicolores de los abedules son
un elemento más de juego estético en este mundo desapasionado, casi abstracto,
desprovisto por completo de misterio o melancolía. El otoño es para Klimt lo
mismo que sus sofisticadas mujeres o sus escenas amorosas: un campo físico
desplegado frente a su peculiar mirada para explorar el gozo de la forma y del
color.
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