PUNTOS DE REFERENCIA

Un personaje de En el café de la juventud perdida de Patrick Modiano dice lo siguiente: «En esa vida que, a veces, nos parece como un gran solar sin postes indicadores, en medio de todas las líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría dar con puntos de referencia, hacer algo así como un catastro para no tener ya esa impresión de navegar a la aventura». Los personajes de Modiano encuentran esos puntos de referencia, sobre todo, en los espacios. Los cafés que sirven de lugar de reunión, las casas a las que se regresa a lo largo de la vida o cuyo recuerdo les persigue en los sueños o en las fotografías. Las calles cuyos nombres parecen estar lanzando mensajes que hay que descifrar. El plano de la ciudad se convierte así en un territorio sembrado de hitos que marcan la dirección posible a unos seres inevitablemente a la deriva.

Es probable que me guste tanto la literatura de este autor porque yo llevo haciendo eso mismo desde niña. Quién no lo hace, en definitiva: intentar ordenar el mundo, buscarles el sentido a los escenarios de la vida, a los encuentros fortuitos, a los cambios de rumbo. Creerse inmerso en algo más que una marea de acontecimientos que suceden de forma aleatoria; soñarse por un instante personaje de una trama con un plan, un propósito y un destino. Hay días ―la mayoría de los míos― en que resulta imposible desenmarañar la madeja de la existencia o encontrar siquiera el cabo del hilo para tirar de él. Pero de pronto, en un instante, surge en el horizonte una señal que, si no nos dice hacia dónde debemos ir, al menos nos informa de dónde nos encontramos. A mí me gusta especialmente cuando esa señal viene del cielo, como me sucedió ayer.

Ayer por la tarde regresaba en coche del último viaje de un verano que me falta aún juzgar con cierta perspectiva, pero en el que sospecho que me he movido ―no sólo físicamente― y he aprendido bastante. El regreso a la normalidad es siempre un momento de desconcierto: ahí están, agazapadas en las jornadas sucesivas, todas esas preocupaciones aplazadas por la brillante y artificial parálisis de los días de descanso. Es inevitable ponerse a pensar, desde detrás del volante. Es inevitable, tal vez, sentir miedo. Yo estaba a punto de hacerlo ayer cuando el cielo se volvió negro y se desplomó sobre el mundo.

Las noticias han hablado hoy largo y tendido de la magnitud de la tormenta y de los destrozos causados en ciertas poblaciones de la zona centro. A mí, permítaseme la soberbia, todo aquel esplendor natural me pareció un mensaje creado ex profeso para mí (seguro que, en algún coche cercano, algún otro iluso se vio asaltado por similar egocentrismo). El caso era que el punto del horizonte hacia el que me dirigía estaba cubierto de gruesos nubarrones y surcado por los rayos. Se hizo de noche en plena tarde y comprendí que el verano se había terminado de golpe. Una manta de agua cayó sobre el parabrisas; tuve la sensación de que la lluvia acudía a limpiarlo todo: los errores, los pasos desencaminados, los esfuerzos inútiles, el desaliento.

Faltan apenas unos minutos para que termine agosto. Tres, dos, uno, se acaba el paréntesis del verano. La tormenta de ayer se encargó de que lo que venga a partir de mañana se encuentre un escenario increíblemente limpio.

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