LOS CUADROS DE JULIO (2015)
El
pintor italiano Matteo Massagrande
(nacido en 1959) cuenta que de niño pasó muchas horas curioseando en el Museo
Cívico y en las iglesias de su ciudad natal, Treviso, y que en más de una
ocasión se quedó encerrado por la noche entre tan vetustos muros por error.
Este recuerdo es mucho más que una divertida anécdota de infancia: es una señal
de la prematura fascinación de este artista por los edificios antiguos y llenos
de historia. Massagrande es un pintor escrupuloso y detallista que pone su
impecable técnica al servicio de la creación de espacios a los que el paso de
los años ha dotado de un aura decadente y misteriosa. Las habitaciones que son
el motivo central de su obra están vacías y abandonadas, carecen casi por
completo de mobiliario y nunca cuentan con la presencia de seres humanos, pero
transmiten una profunda sensación de vida e historias acumuladas. Siendo como
soy una enamorada de lo viejo y decadente, era inevitable que un artista como
este me resultara fascinante. Me ha costado elegir entre sus cuadros, pero me
he quedado al fin con el que encabeza estas líneas, que responde al título de Interior 12. Los puntos de vista
adoptados por este pintor son con frecuencia forzados; en este caso, uno tiene
la sensación de estar sobrevolando la escena, como si la visitara en el
transcurso de un sueño. Los signos de deterioro nos rodean por doquier: los
cuadros descolgados y vueltos contra la pared, las manchas de la pintura, las
muescas en la madera de las puertas, ese maravilloso suelo desgastado que nos
remite inevitablemente a algún otro similar sobre cuyo dibujo dejamos pasar las
horas muertas cuando éramos niños. Frente a nosotros se abre un paisaje urbano
gris y crepuscular, a tono con la melancolía que se desprende del entorno. Pero
―detalle que vuelve inolvidable la escena― al otro lado de la calle hay una
ventana iluminada, tras la que imaginamos una mirada como la nuestra que tal
vez nos observa y acompaña en medio de la tristeza de los espacios abandonados.
El pintor chino Zhang Haiying (nacido en 1972) es el
autor de una impresionante serie de cuadros que testimonian el trato vejatorio
al que son sometidas las prostitutas de su país en el marco de una campaña
antivicio puesta en marcha en los últimos años por el gobierno. El conjunto
lleva el estremecedor título de Action
figures (que podríamos traducir por “muñecas coleccionables”) y está
compuesto por óleos en los que la figura femenina se erige en la protagonista
absoluta: en grupo o en solitario, estas mujeres que esconden siempre el rostro
en un gesto de vergüenza y humillación se nos presentan ataviadas con la
parafernalia propia de la industria del sexo pero en actitudes nada sugerentes;
se recogen sobre su propio cuerpo, se agazapan y protegen, con frecuencia de la
única presencia masculina que aparece representada, la de los policías que las
detienen o amenazan. Zhang Haiying parte para la realización de estas obras de
imágenes fotográficas que le proporcionan la inmediatez y la sensación de
verismo; su arte, sin embargo, es extraordinariamente “pictórico” y se aleja de
las superficies acabadas del hiperrealismo. Sus pinceladas son enérgicas y
furiosas, como guiadas por una urgencia de comunicar y una indignación que le
impiden detenerse a crear una obra terminada. La gama cromática es sencilla y
rotunda: el blanco de la piel, el negro de la indumentaria y en ocasiones el
rojo de ciertas prendas, que, como en el ejemplo que encabeza estas líneas,
rompe como un grito de denuncia el mundo oscuro y sin salida en el que viven atrapadas
estas heroínas sin rostro.
Ninguna reproducción puede hacerle justicia a este
cuadro pequeño, modesto de intenciones y de factura extraordinaria. Está claro
que semejante afirmación es válida siempre, pero en este caso veo la necesidad
de advertirlo porque hace unos días tuve ocasión de contemplar al natural este Plato con uvas de Juan de Zurbarán y
disfruté sobremanera. Nada puede suplir a la experiencia de encontrarse a
escasos centímetros de este cuadrito de dimensiones reducidas sobre cuyo fondo
oscuro se recortan de forma casi milagrosa unas frutas que se encuentran entre
las mejor pintadas que he visto jamás. El autor, hijo del gran Francisco de
Zurbarán, vivió apenas veintinueve años y cayó víctima de la peste, igual que
otros hermanos suyos, pero la brevedad de su vida no le impidió adquirir una
pericia técnica sobresaliente, digna heredera de la de su progenitor.
Contemplando esta naturaleza muerta, es fácil rendirse al hechizo creado por el
artista y sentir que, si uno tiende hacia ella la mano, va a encontrarse con la
frialdad del plato de metal y con el suave tacto de las uvas. Sin embargo, el
encanto de esta obra no termina aquí. Ya lo he comentado más de una vez: me
interesan las pinturas en las que la representación realista llega a su máximo
grado cuando traspasan el simple nivel del alarde técnico y añaden un
componente subjetivo que no se puede medir en términos de parecido con el mundo
físico. Uno puede pasarse largo rato contemplando este bodegón sin aburrirse:
unos simples racimos de uvas y un plato de metal son capaces de mantener
nuestra atención con su simple, conmovedora y yo diría que hasta melancólica
presencia. A mí estos seres inanimados me hablan desde el lienzo y me
transmiten emociones difíciles de precisar. Ya lo he comentado alguna vez con
respecto a las obras de su padre: pocas veces una naturaleza muerta ha estado
más viva que las salidas de los pinceles de Juan de Zurbarán.
Cuenta la tradición judía que la primera compañera
de Adán fue Lilith, creada como él a partir de la arcilla, pero que su negativa
a someterse al varón trajo como consecuencia su huida del Paraíso y su
transformación en un demonio. Este personaje hunde sus raíces en la tradición
mesopotámica, en la que aparece vinculada a la figura de la serpiente; no es de
extrañar, por tanto, que esta mujer libre y amenazadora para el orden
patriarcal se haya identificado en ocasiones con la serpiente que tienta a Eva
y causa el pecado original. Interpretaciones sociológicas al margen, Lilith es
un personaje fascinante que ha hecho correr ríos de tinta y se ha convertido en
emblema de variadas corrientes ideológicas o artísticas contemporáneas. En el
terreno de la pintura, ha propiciado un buen número de representaciones en las
que la sensualidad ocupa un lugar fundamental. Puestos a elegir, yo me quedo
sin duda con esta Lilith del
británico John Collier (1850-1934), pintor de la corriente prerrafaelista que,
como sus compañeros de escuela, siente especial inclinación por los temas
históricos y legendarios. Es más: si me preguntaran cuál es la mujer más
hermosa que he contemplado en un cuadro, la primera que se me vendría a la
cabeza es esta figura de extraordinaria melena y actitud entre candorosa e
incitante. Con gran sabiduría, Collier coloca el cuerpo fuertemente iluminado
de su protagonista en medio de un sombrío fondo boscoso y le pone el
contrapunto de las serpientes que se enroscan en torno a ella o se deslizan
hacia su cara, y a las que Lilith parece dominar con un gesto de coquetería y
abandono. El artista encuentra así la perfecta plasmación formal de la
ambivalencia que subyace al cuadro: la belleza de lo oscuro, de lo prohibido,
de lo que es a la vez turbio y luminoso, atractivo y malsano, cuyo hechizo es
imposible de resistir.
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