LOS CUADROS DE OCTUBRE (2014)


La obra del artista británico Mike Worrall es una bajada sin frenos al mundo del subconsciente. Serán muchos los que reconozcan en los cuadros de este autor contemporáneo alguno de los elementos que pueblan sus sueños: el agua que se desborda e inunda espacios inesperados, arquitecturas imposibles, damas misteriosas emergidas de un pasado que no existió jamás. Como les sucede a los grandes clásicos del Surrealismo, Worrall ha desarrollado un estilo meticuloso y detallista que produce una ilusión de realidad en franco contraste con el carácter onírico de sus escenas. Entre todos los productos de su desbordada imaginación que he podido contemplar, me atrae especialmente este que traigo hoy aquí, bautizado con el sugerente título de Forever lost. Esta figura femenina perdida para siempre en un laberinto tiene mucho de la Alicia de Lewis Carroll y, cómo no, de nuestra propia consciencia adentrándose en sus zonas más recónditas y oscuras. Las paredes pintadas minuciosamente hoja a hoja poseen a la vez una tremenda inmediatez y un carácter abstracto, igual que la muchacha carente de rasgos personales, reducida a una melena y un vestido rojo, bajo los cuales tenemos la impresión de que se puede albergar nuestro yo más profundo, embarcado en una indagación sin retorno. El cuadro en sí tiene ese mismo poder de atracción: cuesta apartar la mirada del entramado vegetal que ocupa y desborda el lienzo y que amenaza con engullirnos mientras lo contemplamos.

El pintor catalán Josep Tapiró i Baró (1836-1913) se inscribe en esa corriente tan extendida en su época de amor por lo exótico, compartida, entre otros, por su amigo Mariano Fortuny. La fascinación por Marruecos que Tapiró sintió a raíz de su primer viaje a Tánger lo llevó a recrear tipos locales en una amplia serie de retratos como este, titulado Parache, el bailador. El resultado es de un virtuosismo y una delicadeza tales que intentar describirlo es tal vez malgastar las palabras. Me limitaré a señalar la precisión alcanzada en la plasmación de los detalles, a pesar del uso de la acuarela, técnica que en principio se ajusta poco a semejantes menesteres. La elección de la gama cromática es especialmente afortunada: el fondo neutro de color arena da al retrato un acabado exquisito y nos remite de forma inevitable a un paisaje de amplios horizontes, azotado por el sol. Pero lo que más me atrae de esta obra y de otras semejantes es el punto de vista de su autor, alejado del gusto por resaltar lo distinto y lo pintoresco, por extraerlo de su contexto original y servirlo en bandeja para impresionar al espectador occidental. Este bailador con su peculiar atavío está abstraído en su pensamiento, ajeno a nuestra mirada, inmerso en un mundo en el que él tiene un puesto asignado y al que debemos acercarnos con prudencia. Contemplando este retrato de Tapiró, tenemos la sensación de que los extranjeros somos nosotros.


Gracias al estupendo El atrevimiento de mirar, colección de ensayos de ese mago a la hora de captar la esencia del hecho artístico que es Antonio Muñoz Molina, he conocido la obra de un artista personal, al margen de las corrientes imperantes. Se trata de Juan Genovés, pintor español nacido en 1930, creador de un poderoso universo visual en el que se plasman las angustias y los miedos del hombre moderno en su doble faceta: la circunscrita a una época concreta y la de validez general, transferible a cualquier ser humano por el simple hecho de serlo. De la paleta de este autor peculiar lo mismo salen vigorosas composiciones construidas a base de figuras humanas en fuga o en movimiento desordenado, que impactantes visiones de espacios urbanos desiertos e inquietantes. Ambas cosas se combinan en el cuadro que traigo hoy aquí, titulado Paisaje urbano: ruta 2. El misterioso ámbito que nos propone el artista causa sin duda el desconcierto del espectador: no sabemos si nos encontramos al aire libre o en un extraño interior por el que discurre una carretera cuyo destino ignoramos. En el margen de ese escenario de tonos crepusculares, una multitud anónima, sin rostro, compuesta por personas que nos dan la espalda, se agolpa y rebasa los límites del lienzo, avanzando con lo que parece una ordenada resignación. No comprendemos el significado de esta escena que se nos presenta, pero sin duda algo se nos remueve en el interior al contemplarla. Esta obra de Juan Genovés nos habla de incertidumbre, de desubicación, de entornos inhóspitos y de la callada conformidad con que los seres humanos afrontamos a diario el duro viaje de la vida.

Aficionada como soy a coleccionar imágenes de San Jorge, saludo con regocijo cada hallazgo de una nueva versión del tema del mítico combate entre el santo y el dragón. El último que he descubierto es este de Carlo Crivelli, pintor quattrocentista italiano con un gusto por lo decorativo que lo acerca a modelos más arcaicos que los del Renacimiento imperante. Así lo demuestra en este San Jorge de inspiración medieval ricamente ornamentado, estático y solemne como un icono. Entre todos los momentos posibles de tan novelesca historia, Crivelli elige mostrar al santo vencedor, posando en actitud serena mientras nos muestra la lanza rota cuyo extremo se ha clavado en el monstruo que agoniza a sus pies. El cuadro se convierte así en una exquisita y detallada recreación de la figura y las armas del guerrero, detenido en el marco atemporal que crea el fondo dorado. No hay violencia ni movimiento ni intriga en esta plasmación del enfrentamiento entre el humano y la bestia: el espectador sabe de antemano que el combate está decidido. Tampoco hay satisfacción ni orgullo en el gesto de este santo casi adolescente que clava en nosotros una mirada recelosa. San Jorge posa ante nosotros como un mártir que exhibiera los instrumentos de su martirio desde la distancia indiferente que proporciona la eternidad. 

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