MIEDOS DIFERENTES
Me
acuerdo mucho de los pintores impresionistas cada vez que afronto mi paseo
semanal por la Gran Vía madrileña. No puedo, como Monet, usar los pinceles para
reflejar incansablemente el mágico juego de la luz y las circunstancias
atmosféricas sobre una misma fachada, pero me gusta recrearme en los cambios
que experimenta un paisaje urbano que recorro a idéntica hora todos los viernes
del año. A falta de colores, dispongo de palabras; mis versiones de la Gran Vía
no se plasman en lienzos, pero quedan fijadas humildemente en entradas
dispersas en este blog.
Hace
casi quince días, mi descenso semanal desde la Puerta del Sol hasta la Plaza de
España coincidió con esa celebración advenediza ―como todas lo son en algún
instante de su existencia― y de éxito creciente por estos pagos que es
Halloween. Por una afortunada conjunción climática, la noche parecía más propia
de las proximidades del verano que del otoño; el cielo fue clemente con las inagotables
hordas de individuos que circulaban disfrazados arriba y abajo de la gran
arteria ciudadana. Menos mal, ya que la prudencia no es virtud muy usual en
semejantes circunstancias: el que planea un disfraz se preocupa de ser
original, divertido, impactante, de sacar lo más atractivo de sí o al menos de salir
del paso sin molestias ni gastos excesivos, pero rara vez se preocupa de pensar
que llevar parte de la anatomía con escasa o nula cobertura puede ser un
problema en según qué épocas del año. Por fortuna, la pasada noche del 31 de
octubre acogió con primaveral benevolencia a las momias a duras penas vendadas,
las brujas de opulentos escotes, los monstruos de exigua vestimenta y los
diablos y diablesas preparados sin duda para enfrentarse a los calores eternos.
Disfruté de lo lindo aquel trayecto constantemente interrumpido por rostros
maquillados con esmero o resueltos a manchurrones, por sudarios, capas negras,
escobas, sombreros aparatosos. Hubo algún que otro momento de desconcierto,
como aquellos en que crucé mi camino con una tortuga ninja o con un grupo de
enfermeras minifalderas que parecían extraídas de una revista erótica. Conservo
también imágenes memorables, como la de dos brujas de las de toda la vida,
minuciosamente maquilladas, verrugas incluidas, que se habían sentado tranquilamente
en un bordillo de la Puerta del Sol, a fumar un cigarro y supongo que a esperar
a su particular macho cabrío.
Como
era previsible, pasó Halloween y llegaron el frío y la lluvia. Una semana más
tarde, bajaba yo la Gran Vía a la misma hora disfrutando de un panorama
completamente distinto al del viernes anterior: la gente caminando apresurada,
embutida en sus vestimentas de abrigo. Iba llegando ya al final de mi trayecto
cuando una imagen inesperada me sacó de mi abstracción. Era un payaso de
disfraz multicolor que estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la
fachada de uno de los edificios cercanos a la Plaza de España. Por un momento,
tuve la absurda sensación de haber retrocedido de golpe una semana: la figura
inmóvil de aquel payaso de peluca naranja y cara pintada de blanco resultaba
una imagen sorprendentemente siniestra en medio del apresurado tráfago de
viandantes. Cuando estuve cerca de él, descubrí entre las piernas de los que
pasaban a su lado un cartel escrito a mano. Decía más o menos lo siguiente: «No tengo
trabajo. Tengo hambre. Una ayuda, por favor». Entonces sentí de golpe todo el frío del otoño recién inaugurado.
Aquella sí que era una imagen de miedo. De un miedo diferente. Amargo, silencioso,
helador.
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