FUSIONES

Al igual que los adolescentes piensan que han estrenado el mundo y que los adultos que los rodean están por completo ignorantes de las sensaciones y sentimientos que ellos acaban de descubrir, la humanidad en general tiene una cierta tendencia a creerse inventora de conceptos y actitudes que son cíclicos y se limitan a repetirse desde tiempos inmemoriales. Ocurre así que algunos términos se ponen de moda asociados a la más absoluta modernidad, cuando en realidad basta echar la vista atrás para descubrir sus equivalentes en otros momentos de la historia.

Lo que acabo de comentar se observa, entre otros muchos casos, en el empleo de la palabra “fusión”. Actualmente se aplica con molesta frecuencia al arte, a la música, a la cocina, a las ideas. Hacemos constante alarde de que, en este mundo global, no hay fronteras para estéticas ni costumbres: estamos en perpetuo proceso de mestizaje y de ello surgen una forma de vida y una cultura más ricas que las de nuestros predecesores, encerrados en los estrechos límites que les imponían las barreras físicas. Lo dicho: somos como el adolescente que suspira con condescendencia frente a los consejos de sus padres. Nos olvidamos, al parecer, de que la libertad para mezclar los elementos más variados la tiene el ser humano desde épocas remotas; por poner el ejemplo más obvio, los romanos sumaban y reinterpretaban con perfecta naturalidad todo aquello que iban encontrando en sus conquistas y que les parecía aprovechable. Ya lo dijeron los clásicos: Nada nuevo bajo el sol.

Aunque el abuso del término me resulte indigesto, a mí por lo general las fusiones me parecen muy atractivas. La mezcla de razas, la suma de puntos de vista y conceptos estéticos, producen resultados que me llaman poderosamente la atención. Recuerdo que, cuando empecé a estudiar Historia del Arte, me sentía mucho más atraída por las intensas esculturas del periodo helenístico, mezcla de clasicismo y de los rasgos locales de los pueblos conquistados por Alejandro Magno, que por la pureza sin mácula de las esculturas clásicas griegas. Y qué decir de esos maravillosos y humanísimos personajes de mitología, convertidos en tipos tabernarios y populares del siglo XVII español, de la mano de artistas como Velázquez.

Hoy traigo aquí una fusión que me es especialmente querida. Se trata de un estilo de danza que parte de la técnica y los movimientos básicos de la danza oriental (popularmente conocida como “danza del vientre”), pero que llega a resultados originales y complejos gracias a la incorporación de elementos de procedencia diversa. Se la conoce como “danza tribal fusión”, y su historia, resumida al máximo, pasa por varios hitos: en primer lugar, la creación en Estados Unidos a finales de los años sesenta del siglo pasado de lo que se conoció como “Estilo Tribal Americano”, que partía de la danza del vientre y que incorporaba elementos coreográficos y de indumentaria del norte de África, Oriente Medio y el Mediterráneo; posteriormente, en los años noventa, se amplió el tipo de músicas empleadas, combinando lo moderno con lo tradicional, se dio entrada a movimientos de danza contemporánea, y se creó un estilo más dramático, teatral y expresivo, alejado de la sensualidad de la danza del vientre originaria. Para entendernos: se acabaron los velos y las lentejuelas y la evocación de un mundo legendario de relato de Las mil y una noches o de cuadro de odaliscas de Delacroix. Las bailarinas de tribal fusión ya no son sólo bellas e incitantes: pueden ser misteriosas, delicadas, poderosas, fascinantes, excéntricas, temibles; cuando se ondulan y mueven sus caderas, no parecen estarlo haciendo para el exclusivo solaz del dueño del harén.

 
Traigo aquí la actuación de una representante de este estilo que he descubierto hace poco y que me entusiasma. Se llama Irina Akulenko y es una bailarina y coreógrafa neoyorquina. Posee, en mi opinión, la gracia y la delicadeza más absolutas. Es una de las cosas buenas que tiene un blog: se le puede amueblar con todo aquello que a uno le resulta grato.


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