EN EXPOSICIÓN (XX): ARTE Y TRANSFORMACIONES SOCIALES EN ESPAÑA (1885-1910)

Cuando yo era una extraña jovencita que disfrutaba viendo arte en solitario, la colección de pintura del siglo XIX del Museo del Prado estaba instalada en un edificio aparte, un precioso palacete que, pese a su encanto, no dejaba de ser un signo del desdén con el que se trataba a los artistas de dicho periodo. Este edificio menudo y coqueto es el Casón del Buen Retiro. Allí se exhibían las obras de los pintores decimonónicos: los paisajistas que se movían entre los coletazos del Romanticismo y las técnicas impresionistas; los adeptos al género histórico, que eligieron buscar su inspiración en el pasado; los realistas, que, al contrario que los anteriores, fijaron su mirada en el mundo que los rodeaba. Era una especie de muestrario de «hermanos menores» de los grandes maestros, de Goya, Velázquez, El Greco, cuyas obras se mostraban en el edificio grande y señero, al otro lado del Paseo del Prado. A mí estos pintores, tachados por aquel entonces de banales, académicos o ramplones, cuando no de grandilocuentes, me hicieron pasar unos ratos maravillosos. Por ello viví con enorme alegría la inauguración en 2007 de la ampliación del Museo con la muestra El siglo XIX en el Prado, que fue el preludio de la instalación definitiva de las obras de esta época en el edificio principal. Y por ello, casi dos décadas después, he recibido con alborozo la exposición actual, que reúne obras de diferentes procedencias que suponen un vívido testimonio del paso del siglo XIX al XX en nuestro país.

Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910) es una exposición deslumbrante. Paseando por las salas que la componen, el visitante se adentra en las duras condiciones de los trabajadores, en las revueltas obreras, en la sobrecogedora explotación infantil, en el poder de la Iglesia, en el sórdido ambiente de la prostitución, en la esperanza de cambio que suponen la medicina y la educación, en la tristeza de los emigrantes, en la muerte y sus rituales. Y lo hace de la mano de artistas cuyo nombre difícilmente reconocerá, pero también de otros cuya consideración ha variado de forma notoria a lo largo de los años. Empiezo con uno de estos últimos.

Julio Romero de Torres, tan unido en el imaginario colectivo a imágenes de una España estereotipada y caduca, nos sorprende con un prodigio de sencillez e intensidad titulado A la amiga. Una severa restricción cromática y un predominio del espacio vacío le sirven al artista para dirigir la atención de quien contempla el cuadro hacia las tres figuras protagonistas, los niños que nos hurtan su rostro y la mujer que clava en nosotros una mirada oscura, llena de expresividad y tristeza. La cartela informativa relaciona esta imagen enigmática con las «escuelas de amiga», institución tradicional en ciertas zonas de España, como Andalucía, que permitía a las trabajadoras dejar a sus hijos a cargo de maestras que se encargaban del cuidado de los más pequeños y de la enseñanza de las niñas, las grandes marginadas del sistema educativo. Me he encontrado ya varias veces cara a cara con este cuadro de Romero de Torres, que forma parte de los fondos del Museo de Bellas Artes de Oviedo, y siempre he tenido la impresión de que el pintor intenta transmitirme algo que no llego a captar del todo. Estos tres personajes recortados sobre un lienzo casi blanco me parecen figuras simbólicas, encarnación de tres etapas de la vida, y el progresivo desvelamiento de sus rostros (el bebé de espaldas, la niña de perfil, la mujer en posición frontal) se me antoja la plasmación de un proceso de toma de conciencia, el que lleva a asumir (a mirar de frente) la profunda pesadumbre de vivir.


Ninguna reproducción puede hacer justicia al profundo impacto que causa contemplar al natural el cuadro de Enrique Simonet titulado Una autopsia. Contribuyen a ello su gran envergadura, su efectista iluminación y su impecable factura, con una increíble captación de las texturas del mundo material: los objetos de cristal traspasados por la claridad de la ventana, el agua en el recipiente sobre la mesa, el realismo de los instrumentos metálicos. A esto se une el sobrecogedor contraste entre los dos protagonistas de esta escena oscura y perturbadora, el hombre y la mujer, el vivo y la muerta, el sabio y el objeto de su estudio. Ambos personajes avivan de forma inevitable mi imaginación. Me parece así que la mujer tendida sobre la camilla tiene mucho de la figura de Ofelia llevada por las aguas, el abandono del cuerpo, la belleza de la melena extendida, la entrega total al territorio de la muerte. El anciano de planta venerable concentrado en el corazón que sujeta en la mano me recuerda al sabio Fausto, indagador de los misterios de la vida. Juntos crean una escena que es a la vez de un descarnado realismo y de una sugerente capacidad de evocación. Nunca un cuadro realista tuvo tantos componentes literarios, tantos virajes hacia lo imaginario, tantos ramalazos de romanticismo.

Entre las esculturas que, en menor número que las pinturas, encuentran su hueco en la muestra, me quedo con una que por su reducido tamaño puede pasar fácilmente inadvertida: Pobre vencido, talla de madera del artista filipino Domingo Teotico y Eugenio. La cartela que la acompaña da cuenta de la ambigüedad de la pieza, cuyo sentido último se nos escapa; ignoramos cuál es la naturaleza de la derrota de este personaje de vestimenta sencilla que mira hacia el suelo con expresión desolada, aunque quizá en esa misma indefinición radiquen su fuerza y su eficacia. Esa derrota indeterminada, esa pérdida que no sabemos si es económica, laboral o si entra en el terreno de los afectos, hace a este personaje atemporal el emblema de todos los fracasos. Es fácil conmoverse con su gesto de desánimo, es fácil identificarse con su triste resignación frente a las contrariedades de la vida. La sencillez del material empleado y la aparente falta de pretensiones la convierten en ejemplo de la capacidad del arte para captar la emoción con los medios más sencillos.


La exposición va acompañada por una interesante documentación fotográfica. En la sala dedicada a la educación, destaca esta preciosa imagen que muestra los innovadores métodos de enseñanza puestos en práctica por la Escola Municipal del Bosc de Barcelona. Al aire libre y rodeadas de vegetación, catorce niñas siguen la clase impartida por la pedagoga Rosa Sensat, una de las directoras del centro. Ataviadas con sus babis y primorosamente peinadas, estas jovencitas pertenecientes a una generación de mujeres cuya educación fue en general descuidada disfrutan del privilegio de una lección que siguen con una gama de expresiones que van desde el retraimiento y la modosidad hasta el asombro y la atención más absoluta. Me encanta observar sus actitudes corporales: las espaldas que se inclinan hacia adelante, las manos apoyadas sobre la mesa, los cuerpos apiñados de las que no quieren perderse ni un detalle de la explicación de la maestra. Qué no daría yo por asomarme a ver lo que contiene la caja que es objeto de tanta atención. Qué no daría yo, también, por impartir clase bajo los árboles como esta mujer inmortalizada en el maravilloso gesto de señalar a sus alumnas el camino del conocimiento.

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