LECTURAS DE MARZO (2024)
Se publica un nuevo libro de Paul
Auster y, dados los problemas de salud de su autor, algunos medios se permiten
saludarlo como una «posible última novela». Me revuelvo ante tan absoluta falta
de delicadeza. ¿Es impresión mía, o se está utilizando la enfermedad de nuestro
irreemplazable Paul como reclamo publicitario? Cuando termino de despotricar
contra tan inescrupuloso sentido comercial, siento también una profunda
tristeza. Para combatirla, decido desempolvar uno de los pequeños tesoros que
guardo celosamente desde hace tiempo. Se trata de un fondo compuesto por obras
de mis autores favoritos —Auster, Murakami— que me he resistido a leer para
conservar el irrecuperable placer de acercarme a ellas por primera vez. Saco
así de las entrañas de mi libro electrónico la edición digital de Mr.
Vértigo, novela publicada por Auster hace justamente treinta años. Ha sido
como descorchar una botella preservada durante largo tiempo para una ocasión
especial. Me adentro así en la singular historia de Walter, un pilluelo
callejero en la estela de los héroes dickensianos, narrada en una primera
persona que es herencia, en última instancia, de la picaresca española. Con un
estilo lleno de desparpajo y sentido del humor, Walter adulto repasa su
peripecia vital desde los nueve años, momento en que un misterioso personaje,
el Maestro Jehudi, lo saca de su precaria condición de huérfano criado por unos
tíos que no le brindan afecto ni cuidado. No puede haber un planteamiento más
clásico para una novela, pero Auster le da la vuelta al tradicional modelo de
«novela de aprendizaje» introduciendo la fantasía desde la frase inaugural: «Yo
tenía doce años la primera vez que anduve sobre el agua». Y es que el Maestro
Jehudi se revela como un extraordinario mentor que somete a Walter a un
durísimo entrenamiento para desarrollar la capacidad de burlar la gravedad y
elevarse sobre el suelo. Los acompañan en su aventura otros dos personajes
peculiares e igualmente marginales: madre Sue, una mujer india superviviente al
exterminio de los suyos, y Aesop, un muchacho negro discapacitado. Este
entrañable grupo forma una inesperada familia que aupará —literalmente— a
Walter hasta las alturas y que zozobrará frente a la violencia y el racismo de la
América de la Gran Depresión. Mr. Vértigo es una novela sorprendente,
contada con esa alegría de narrar que, en mi modesta opinión, ha perdido el
Auster más reciente. Una preciosa metáfora sobre la capacidad de volar de la
infancia que termina en la edad adulta, sobre la posibilidad de elevarse por
encima de las miserias de la cruda realidad. Y, por extensión, sobre uno de los
maravillosos regalos que nos hace la literatura: la oportunidad de sentirnos
livianos, de despojarnos de lastres y de perder, mientras dura la lectura, el
contacto con el suelo.
Hacía años que no leía ninguno de los
relatos policíacos de Lorenzo Silva protagonizados por los guardias civiles
Bevilacqua y Chamorro. Hacía muchos años, en realidad, pero no he sido
consciente de cuántos hasta encontrarme, en los primeros párrafos de La
llama de Focea, con un Rubén Bevilacqua que reflexiona sobre su nada lejana
jubilación y una Virginia Chamorro rozando la cincuentena. Reconozco que ha
sido un impacto para mí: algo parecido a una de esas reuniones con antiguos
amigos del colegio que ponen de manifiesto de golpe el paso inexorable del
tiempo. Qué jóvenes eran estos dos miembros de la Guardia Civil cuando
perseguían asesinos por Mallorca en El lejano país de los estanques. Qué
jóvenes éramos sus lectores de entonces. Esta última entrega de la serie
no solo ha supuesto para mí retomar el contacto con unos viejos amigos
sorprendentemente maduros; también el descubrimiento de un escritor que ha
ganado en madurez —literaria, en este caso— y en ambiciones. Porque La llama
de Focea es una novela con mayor complejidad estructural que las que he leído
de la misma serie. Dos hilos narrativos se van desenvolviendo frente a los
lectores, porque el asesinato de la hija de un acérrimo independentista catalán
lleva a Bevilacqua a viajar a Barcelona, donde cobran vida los recuerdos del
que fue uno de sus primeros destinos y una parte fundamental de su vida en los
terrenos familiar, profesional y amoroso. Silva teje con habilidad los
acontecimientos de ambos momentos en una nostálgica reflexión sobre las
oportunidades perdidas, el peso del pasado y de nuestras decisiones. Por si
esto fuera poco, los dos momentos de la historia reciente de Barcelona en los
que transcurre la novela —la inauguración de los Juegos Olímpicos en 1992 y las
protestas del Tsunami Democràtic en 2019— permiten además un jugoso
análisis de un tema de candente actualidad en los últimos tiempos. El templado
y razonable Bevilacqua será el testigo del ambiente de crispación, del
radicalismo de unos y la incomprensión de otros, de los recelos mutuos, de la
incapacidad para entenderse, y expondrá con frecuencia su punto de vista,
creado a base de lecturas y de un constante esfuerzo por ponerse en el lugar
del otro. Siempre he sentido un especial afecto por este tipo negado para los
ascensos y las carreras brillantes, atento observador de la vida y lastrado por
un fracaso familiar, pero ahora pienso además que nos vendrían bien unos
cuantos como él para poner un poco de luz en estos tiempos tan turbios.
«Desde pequeña, recién salida de la
infancia, Sóniechka se sumergió en la lectura». Así comienza la escritora rusa Liudmila
Ulítskaya esta novela breve, íntima y emocionante
que lleva por título el nombre de su protagonista. Como suele suceder con las
criaturas de ficción que rozan o rebasan los límites de la cordura por culpa de
(o gracias a) los libros, esta joven poco agraciada que vive sumida en la
lectura («como si entrara en trance», según afirma la autora) suscita la
inmediata simpatía de los amantes de la palabra escrita. Hay en ella algo de la
ingenua credulidad de don Quijote y de su talento para dar la espalda a la fea
realidad, que en su caso es la de la Unión Soviética de los años treinta. Hay en
ella también algo de la concentrada obsesión del entrañable Mendel de Stefan
Zweig; como él, vive rodeada de libros, especialmente cuando sus estudios de
biblioteconomía le permiten trabajar en el depósito subterráneo de una vieja biblioteca.
«La devoción de Sóniechka por la lectura se había convertido en una forma leve
de locura», nos informa la autora. Y es entonces, a los veintisiete años,
cuando nuestra Sóniechka se encuentra con la persona que cambiará su vida, el
pintor Robert Víktorovich, que supondrá para ella el aplazado encuentro con la
vida y sus avatares: el amor, el matrimonio, la maternidad, el desencanto. Ya
he mencionado antes a Zweig y lo cierto es que esta novela de Ulítskaya tiene un
tono delicado y crepuscular que me remite a la escritura de los grandes
maestros centroeuropeos (el propio Zweig, Sándor Márai), melancólicos cronistas
de un mundo que se derrumba, hábiles plasmadores de los recovecos del alma
humana.
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