RESISTENCIA

Recuerdo cuando la llegada del calor era una celebración. En realidad, no hace tanto de ello. Yo lo saludaba con un acto simbólico, una ceremonia muy simple, consistente en sacar de su encierro invernal una falda de verano y un par de sandalias. Es curioso cómo una acción cotidiana como esta puede cobrar un valor extraordinario. Implica despojarse de capas de ropa, guardar para meses futuros los abrigos y jerséis, que de inmediato adquieren un aire mustio, extemporáneo, al mínimo atisbo de la cercanía del verano. Con ellos tenemos la ilusión de guardar lo malo de la estación que se acaba, los trabajos y las decepciones, las dificultades, las pérdidas. Bendito ciclo de la naturaleza, que nos concede periódicamente la esperanza de renacer. 

Pero volvamos a mi sencillo ritual. La falda que es parte importante de él no es una falda cualquiera: la compré en una tienda de barrio de un lugar que abandoné hace mucho. Recuerdo que la vi en el escaparate y me enamoré al instante, pero no podía sospechar que sería la prenda que más dudaría en mi poder, acompañándome año tras año, sujeta a cambios de peso y a sucesivos arreglos para adaptarse a mi siempre fluctuante volumen. Creo que es la indumentaria que más me representa; si yo fuera un personaje de cómic, mi creador me dibujaría así, con mi falda de vuelo estampada, de tela liviana, revoloteando en torno a las piernas desnudas. Las sandalias que acompañan a ese acto inaugural del verano han sido ya unos cuantos pares que han cumplido su ciclo vital y han terminado en un contenedor de reciclaje. Blancas, negras, de tonos tostados, coloridas, cerradas en torno al tobillo o al empeine. Todas ellas comparten una virtud fundamental: la de dejar al aire los dedos torturados por el largo encierro en botas y zapatos gruesos. Hasta hace unos años, cuando me ponía esta falda y me calzaba las sandalias por primera vez después del invierno, me sentía la más feliz de las mujeres. Liberada y llena de expectativas, como un colegial en vísperas de vacaciones. El problema es que esto sucedía en el mes de junio y ahora podría suceder en abril. 

Hará cosa de una semana, los hombres y mujeres del tiempo recitaron en sus espacios televisivos una retahíla de lugares de España unidos por un hecho extraordinario, el de alcanzar máximas en torno a los 30º. Orense, Bilbao, Lugo, varias de las Islas Canarias, Zaragoza y Badajoz registraron esa temperatura inusual para las fechas. Los telediarios se poblaron de entrevistadores que, micrófono en mano, abordaban a los viandantes para preguntarles sus impresiones al respecto. Los había francamente felices, muchos sorprendidos, algunos preocupados. ¿32º en abril? ¿Cuándo se había visto esto…? Madrid no anduvo muy a la zaga. En la capital se produjo una auténtica eclosión de vestimentas estivales. Vestidos vaporosos, camisetas de tirantes, chanclas, sandalias, piernas al aire bajo pantalones cortos y minifaldas. Por un momento, me vino a la cabeza la posibilidad de llevar a cabo mi rito inaugural del verano. No lo hice. Mi venerable falda colorida sigue guardada, compartiendo bolsa con varias congéneres mucho más jóvenes que ella. Las sandalias continúan en su reclusión en una caja del trastero. A estas alturas, vivo aún rodeada de abrigos y jerséis, con los pies embutidos en calcetines y la garganta protegida por fulares. Me niego a vestirme de verano en el mes de abril. Es una forma de resistencia algo pueril, lo reconozco; ahora que me doy cuenta, es mi nuevo ritual, que sustituye a aquel otro que ha dejado de tener para mí un carácter gozoso. A este verano amenazador por lo prematuro no se le celebra, no se le saluda siquiera. Me temo que me va a tocar sudar. Lo asumo. Por cierto: el lector atento habrá observado que evito la expresión «buen tiempo» para denominar a esta anomalía climática. A eso también me resisto.

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