(IM)PACIENTE
Estoy coja. No coja del todo, imposibilitada y con serias
dificultades para sacar adelante mi actividad diaria, pero sí lo bastante
fastidiada como para que ocho centímetros cuadrados de mi anatomía sean los
dueños de mis pensamientos y conversaciones desde hace un par de semanas. No
diría que siento dolor, pero sí que mi rodilla izquierda es el punto de partida
de una serie de síntomas nada placenteros e incluso preocupantes, que incluyen chasquidos,
rigidez, sensación de acorchamiento y, sobre todo, una constante emisión de
latidos que con su fluir concéntrico me engloban a mí y a mi entorno inmediato.
Pienso en mi rodilla, hablo sobre mi rodilla por teléfono, en vivo, con amigos,
familiares y colegas de trabajo. Tras un rato de reflexión sobre el tema que
abordaría en mi entrada de hoy, me he decidido, cómo no, a escribir sobre mi
rodilla. He contado el pequeño accidente que dio origen a mi lesión a cuantos
han querido —o no han podido evitarlo— escucharme. Hace unos días, se lo conté
incluso a una desconocida que bajaba a la vez que yo unas escaleras tras una
consulta médica (en justa correspondencia, ella me confió que tenía
osteoporosis: fue uno de esos instantes de solidaridad terapéutica entre
extraños). Me he convertido, en definitiva, en una insoportable y monotemática
quejica. A estas alturas de mi vida, acabo de descubrir que soy una paciente
espantosa.
Tener un problema de movilidad es un útil recordatorio de las dificultades que afectan a un número importante de congéneres y de las que, en última instancia, nos afectarán a todos si tenemos la debatible suerte de llegar a experimentarlas. Supone una interrupción en la frenética carrera en la que algunos —muchos— estamos inmersos sin discernir del todo si no podemos o no queremos escapar de ella. Desde hace quince días, salir de casa requiere para mí una cuidadosa planificación. ¿Cuánto tengo que andar hasta llegar al medio de transporte elegido? ¿Es hora punta y deberé por tanto viajar en un autobús abarrotado, sometida a los violentos vaivenes de acelerones y frenazos? La estación de metro a la que me dirijo, ¿dispondrá de una escalera mecánica que no esté en revisión? ¿Tendré en su defecto acceso a un ascensor que me permita hacer el transbordo? Cuando se tienen dificultades para moverse, las instalaciones de metro adquieren tintes de pesadilla: las escaleras se vuelven vertiginosas, la confluencia entre líneas distintas es un misterio, los ascensores conducen a la traicionera emboscada de un tramo de escalones que no es posible evitar. Una multitud ágil y frenética se lanza alrededor a la ascensión que uno debe realizar penosamente, agarrándose a la barandilla para izarse poco a poco, escalón tras escalón.
En estos momentos, dispongo de una resonancia magnética con un informe del que solo entiendo tres términos (menisco, rótula y cartílago) y de una cita con una traumatóloga que, cual oráculo, me desvelará mi destino, al menos en el terreno de lo motórico. A juzgar por mis precedentes, en los cuales figuran ya unos cuantos accidentes leves con fastidiosas consecuencias como la que me ocupa, en menos tiempo del que creo estaré de nuevo preparada para la carrera urbana de la que soy una activa partícipe. Subiré escaleras, correré tras el autobús, me precipitaré hacia el andén de metro cuando el sonido del convoy que entra en la estación me produzca una inexplicable angustia ante la posibilidad de perderlo y esperar al siguiente. Volveré a integrarme en esa masa eficaz y polivalente que resuelve asuntos laborales por el móvil mientras adelanta a los negligentes que se apalancan en la escalera mecánica. Llevaré a la práctica la paradoja de salir tarde de casa y llegar temprano a mi destino. Seré la más impaciente de las pasajeras de la ciudad. De momento, no sé por cuánto tiempo, me toca ser paciente. Bien mirado, no es una mala enseñanza.
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