EN EXPOSICIÓN (XI): TODO LO QUE VEO ME SOBREVIVIRÁ

Dos vigías montan guardia frente a un reluciente panel blanco o, lo que viene a ser lo mismo, frente al vacío. Es la sugerente pieza de apertura de la exposición que recorre los últimos diez años de la trayectoria del escultor Juan Muñoz en la sala madrileña Alcalá 31. La muestra lleva como título un emocionante verso de la poeta rusa Anna Ajmátova, Todo lo que veo me sobrevivirá, que cobra un especial significado si se relaciona con la prematura muerte del artista, sucedida hace ya dos décadas. La sala, espectacular por sí misma, se convierte en el escenario donde se insertan las figuras creadas por Juan Muñoz, algunas de un realismo perturbador, otras fruto de una visión distorsionada, de una evolución hacia otras realidades. Sus criaturas se despliegan por el espacio, se miran al espejo, se encaraman a las paredes, penden del techo en aparatosas actitudes. La escultura toma posesión del edificio y lo completa. 

Plaza es la instalación más llamativa y la que ocupa el gran espacio diáfano de la planta de entrada. Veintisiete figuras masculinas de rasgos orientales, de una escala ligeramente inferior a la natural, permanecen de pie mirando en direcciones diversas, con variadas actitudes corporales, pero con idéntica expresión risueña. Se diría que nos encontramos ante la misma persona repetida una y otra vez, relacionándose consigo misma, en una enigmática coreografía. Parte del juego propuesto por el artista radica en el hecho de que no haya una separación marcada entre visitantes y esculturas, que se encuentran situadas sobre el mismo suelo de la sala; dos vigilantes de rápidos reflejos y extremada paciencia son los encargados de dirigir el tráfico de los espectadores, que deben rodear el conjunto y no, como es el primer impulso, entremezclarse con los personajes inmóviles. Ignoro si Juan Muñoz fue consciente del importante papel de estos dos trabajadores para orquestar esa especie de partida de ajedrez en la que se enfrentan estatuas y visitantes.

En el piso superior se encuentra la impactante pieza titulada Dos sentados en el muro. Aposentadas en sendas sillas colgadas a gran altura, dos figuras masculinas de increíble realismo se ríen de forma estrepitosa, como celebrando el peligro que corren en su extraña posición, o tal vez simplemente divertidos ante la posibilidad de que las zapatillas de uno de ellos, que penden en equilibrio precario, se precipiten hacia el suelo. Hay algo perturbador en la risa desinhibida de estos dos personajes, así como en su estrafalaria ubicación. Vistos de cerca, estos remedos casi perfectos de seres humanos dejan ver sus fisuras: sus manos son blandas, como de trapo; su condición de fantoches asoma por debajo del engaño inicial. Es inevitable pensar en los personajes del esperpento valleinclanesco o del teatro de Beckett, perturbadores en su absurdo, atrapados en una carcajada trágica.


Con la cuerda en la boca produce en el visitante una impresión dolorosa. Informa la cartela de que la obra es un homenaje a una pintura de Degas que plasma el arriesgado número de una famosa trapecista que se hacía elevar sobre la sala sujetándose a una anilla con la boca. Pero lo que el cuadro de Degas tiene de rendida admiración a la proeza de la acróbata se transforma en Juan Muñoz en la incómoda contemplación de lo que, a primera vista, parece ser una forma de sometimiento y de tortura. Este personaje que pende a considerable altura tiene una actitud de rendición que hace pensar en él como víctima de una maniobra por completo ajena a su voluntad. Contribuye el hecho de que se trate de una figura idéntica a las que despliegan su enigmática cordialidad en la planta baja, en la instalación titulada Plaza: es como si una máquina infernal bajada de las alturas hubiera seleccionado entre los risueños personajes a una víctima aleatoria y la hubiera apartado de sus semejantes para exponerla sin piedad a la mirada de todos. Frente a la tranquilidad del colectivo, la vulnerabilidad del desclasado, del que perdió el lugar entre los suyos, del solitario.

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