LECTURAS DE DICIEMBRE (2021)

En el siglo XVII, el empeño del zar y del cabeza de la iglesia ortodoxa rusa por modernizar los textos sagrados produjo una auténtica revolución. Los fieles más tradicionales, profundamente apegados a sus ritos y a sus textos, por más que estos últimos fueran producto de infinitas traducciones y estuvieran plagados de incongruencias, encabezaron una firme oposición al gobernante y a sus ideas renovadoras. Estos “viejos creyentes”, defensores de una vida rigurosa, acorde con las normas ancestrales y alejada de las tentaciones de la modernidad, formaron comunidades en las que se conservó durante siglos una forma de vida en franco contraste con los nuevos tiempos. Por avatares del destino, una familia perteneciente a una de estas comunidades terminó aislada en un punto apartado de la taiga siberiana y fue descubierta casualmente por un grupo de geólogos en la década de los ochenta del siglo pasado. Por aquel entonces, la familia Lykovy llevaba más de cuarenta años viviendo en total aislamiento, habitando una rústica cabaña sin comodidad alguna, cultivando sus alimentos y fabricando sus utensilios con madera de abedul. El periodista Vasili Peskov tuvo noticias de la existencia de este pequeño grupo humano y viajó para conocerlo y realizar una serie de reportajes que son la base de este libro. Aparte de lo que supone de conocimiento de una forma de vida que en la actualidad nos parece inconcebible (recomiendo su lectura al que lleve mal el tímido frío de nuestro invierno: al menos durante un tiempo, creo que no volverá a quejarse), Los viejos creyentes tiene el atractivo de ser una crónica del acercamiento entre seres humanos de ideas y bagajes personales radicalmente distintos. Los representantes del “mundo moderno”, autor y geólogos, no juzgan a estos extraños supervivientes de una forma obsoleta de vida, de igual manera que los miembros de la familia Lykovy, a pesar de su descabellado rechazo a todo lo que consideran pecaminoso, se dejan llevar por la alegría que les proporciona el contacto humano y agradecen las visitas de unos individuos que parecen proceder de otro planeta. Es precioso contemplar el proceso por el cual los dos personajes principales, el padre de familia y su hija menor, Agafia, se enfrentan a una realidad que se escapa a su comprensión y van encajando los extraordinarios descubrimientos que se despliegan frente a ellos en sus viejos esquemas, creados para un mundo mucho más básico y limitado. Agradezco que este libro haya llegado a mis manos, y no solo como lectora: en estos tiempos de crispación y rechazo al diferente, conforta leer este hermoso canto a la aceptación y a la fraternidad humana.

Avanza diciembre, se enciende el alumbrado de la ciudad, aumenta el bullicio callejero y yo inicio mi peculiar celebración lectora con uno de los relatos de crímenes de Anne Perry ambientados en la Inglaterra victoriana. Como no podría ser de otra manera en una novela que lleva en su título el adjetivo “navideño”, la historia comienza con el regreso a casa para las fiestas de varios miembros de la familia Dreghorn, a los que la sustanciosa herencia paterna ha permitido viajar a lejanos rincones del planeta en busca de la satisfacción de sus inquietudes y proyectos personales. En vísperas de Navidad, estos viajeros procedentes de varios continentes llegan escalonadamente a la mansión familiar, donde los espera una terrible noticia: la muerte del primogénito en un presunto accidente que no convence a nadie. Una visita navideña pertenece a esa estirpe clásica de novela negra en la que un solo crimen, no especialmente cruel ni sangriento, como lo son de forma indefectible los asesinatos de la novela negra actual, sirve para poner en marcha el engranaje de la intriga, así como para ir dejando al descubierto las relaciones existentes entre los miembros de un grupo humano, en este caso los Dreghorn y los habitantes del pueblo del que son originarios. El honesto y siempre correcto Henry Rathbone, leal amigo de la familia, es el maestro de ceremonias de esta trama reposada y elegante en la que entran el juego conceptos tan de otro tiempo como la fidelidad a las propias convicciones y el honor familiar. Otro mundo, en definitiva. 

Pienso a menudo en las diferencias que entraña el acto de leer en papel frente a la lectura por medios digitales, pero apenas he prestado atención a otra disyuntiva: leer un libro nuevo o uno de segunda mano, de esos que llegan hasta nosotros con las señales del tiempo y del manejo, prestos a abrirse por la página en la que por alguna razón forzó sus tapas un lector precedente o incluso portadores en su interior de pequeños tesoros como cartas, marcapáginas, billetes de transporte. O, como en el caso que me ocupa, subrayados por una mano que no es la nuestra y que nos ha dejado de esa forma marcado el sendero de la lectura con sus principales hitos. Así ha llegado hasta mí la novela El río del Edén de José María Merino, prestado por una lectora atenta y minuciosa, de las que avanzan entre las palabras y las historias armadas con un lápiz y con un fino olfato para lo esencial. El río del Edén es una novela hermosa y delicada en la forma, profundamente triste en el fondo. La narración en segunda persona, dirigida a Daniel, el protagonista, no es un simple alarde de estilo, sino la plasmación a través del lenguaje del meollo de la trama: la fuerte escisión del personaje en dos mitades, tan separadas y capaces de actuar la una en contra de los intereses de la otra que pueden entablar un diálogo como si de dos personas distintas se tratara. La conmovedora historia comienza con Daniel y su hijo Silvio en el momento de emprender una caminata que los llevará a depositar las cenizas de Tere, la esposa y madre muerta, en el río que jugó un papel fundamental en la vida de la pareja antes de que el niño naciera. Conocemos así una hermosa historia de amor juvenil, vinculada al río que da título a la novela y que representa de forma simbólica un estadio de la vida lleno de plenitud y sin contaminar; somos testigos del posterior e inevitable deterioro, de la irrupción de la edad adulta, con sus sombras y mezquindades, en lo que parecía un paraíso inexpugnable. El río del edén es, en definitiva, la crónica de un desencanto, del triunfo de la realidad sobre las ilusiones juveniles. «Para ti todo aquello fue un aprendizaje de la decepción», se dice a sí mismo el personaje principal en una de las frases subrayadas por mi atenta lectora. En este viaje desde el paraíso hasta el mundo real cobra gran relevancia la entrañable figura de Silvio, un niño especial trazado por el novelista con detalle y exquisitez, como si con cada frase referida a él le acariciara la cabeza con su delicada mano de artista de la palabra. 

En 1934, la escritora británica Lucy Beatrice Malleson le dio la vuelta a la clásica fórmula de la literatura detectivesca de no desvelar la identidad del asesino hasta las últimas líneas para mantener el mayor tiempo posible a lector e investigador sujetos al desconcierto, la intriga y los giros sorprendentes de la trama. Esta subversión de la fórmula que tantas alegrías le proporcionó a su compatriota Agatha Christie (reina del arte de desvelar la verdad in extremis) la llevó a cabo Malleson en su novela Retrato de un asesino, publicada bajo el seudónimo de Anne Meredith. Retrato de un asesino lleva el subtítulo de Crimen en Navidad y pertenece, por tanto, al amplio grupo de novelas negras que parten de la premisa de que las fiestas navideñas, con las reuniones no siempre cordiales de personas que permanecen alejadas durante el resto del año, son una buena ocasión para el asesinato. En el caso que nos ocupa, es casi inevitable que así suceda, ya que el encuentro anual de la familia Gray en torno al patriarca, un tipo carente de afecto hacia sus hijos y entregado por completo al mantenimiento de su patrimonio, hace coincidir a una serie de personajes cuyas relaciones están marcadas por el rencor, la envidia y los intereses. Los tortuosos recodos del mapa sentimental de la familia quedan al descubierto de forma implacable y minuciosa, a partir de este comienzo que deja poco lugar a la intriga: «Adrian Gray nació en mayo de 1862 y murió violentamente a manos de uno de sus propios hijos el día de Navidad de 1931». El escaso margen de incertidumbre existente tras este contundente inicio se despeja a los pocos capítulos, cuando el lector contempla, como testigo de excepción, la escena del asesinato. Se pone así en marcha un curioso mecanismo consistente en la solidaridad del que lee la historia con el que la protagoniza; en mi caso, al menos, así se ha producido, y he maquinado junto con el criminal la mejor forma de alterar las pruebas o crear una coartada, me he puesto nerviosa durante los interrogatorios y he sufrido cada vez que el armazón de mentiras bajo el cual se cobijaba el asesino parecía a punto de derrumbarse. Esta nueva forma ―tan original en su momento― de mantener la atención del lector no es el único foco de interés de Retrato de un asesino, que presenta además un agudo análisis de las relaciones con los allegados y una honda reflexión sobre el objetivo de la existencia, sobre lo que realmente importa y sobre la necesidad de encontrar el motor de nuestros días sin temor a romper con las férreas normas que se nos imponen desde la infancia.

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