TEXTURAS DEL TIEMPO

De repente sucede: una tarde libre.

La primera reacción es de desconfianza. ¿Nada que hacer, ningún asunto pendiente, ningún cabo suelto en el trabajo, ninguna cita olvidada…? Hay que consultar de inmediato calendarios, agendas, hojas sujetas con clips en las cubiertas de cuadernos, notas adhesivas pegadas en la puerta de la nevera, en el corcho sobre la mesa de trabajo o en la pantalla de ordenador. Semejante despliegue se reduciría a un solo golpe de vista en el caso de utilizar el calendario del móvil, pero no: una es francamente anticuada y tiene que recurrir a todos esos mecanismos, una larga sucesión de rastros similar a las migas de Pulgarcito, que le prestan a la investigación una dilación llena de suspense y un indudable aroma a viejos tiempos. Resulta finalmente que no, no hay ningún compromiso para la tarde que empieza. En lugar de las consabidas prisas y carreras, la perspectiva que se despliega es la de una larga serie de horas rotundas, enjundiosas, susceptibles de ser llenadas con lo que se desee.

Se tarda un poco, eso sí, en despejar la incómoda sensación de haber olvidado algo importante. (Que no, molesta conciencia, deja ya de dar señales de alarma: no hay ningún asunto urgente que se esté dejando de lado, con las lamentables consecuencias que eso traería consigo). Se consigue por fin acallar la impertinente voz interior y se empieza a captar el significado de lo que sucede. Horas sin guion previo, largas horas por escribir, hasta el tardío crepúsculo de verano. Por un momento, parece que el reloj del universo comienza a sonar, tic-tac, tic-tac, dando cuenta del portento: una tarde libre. Las opciones para ocuparla son tantas, las fuentes de ocio y felicidad aplazadas son tan numerosas, que la elección es casi imposible y se impone el desconcierto. Lo único que sale es deambular sin rumbo, perder o matar el tiempo (expresión terrible de nuestra lengua). O mejor saborearlo, ir y venir sin objetivo, vagar manipulando objetos sin intención práctica alguna, emprender recorridos que no llevan a ninguna parte, tan solo paladeando la textura pastosa y envolvente de ese tiempo que no es igual al de esta misma mañana, el tiempo de las carreras, de los minutos que hay que exprimir hasta el último segundo, de las horas que se escapan como animales a la fuga. Es tan distinto de él que, se me ocurre, deberíamos darle otro nombre. Tengo la impresión de que ni siquiera los relojes son capaces de medirlo de la misma manera.

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