CUADROS RECUPERADOS (XI): BARCOS
Calor, luz deslumbrante, ruido ensordecedor de los
muelles abarrotados. Desde la cubierta de su barco venido de muy lejos, tres
viajeros occidentales se asoman, entre indolentes y curiosos, a un nuevo mundo
que los recibe. Adivinamos la silueta de otros dos tras la cristalera que
conduce al interior de la nave. Nosotros, espectadores de la escena, estamos
invitados también a participar en ella gracias a esa barandilla de hierro
forjado que se abre en nuestra dirección y nos incluye en el grupo. Nos
disponemos, pues, a acodarnos en el pasamanos, junto a esa maravillosa dama que
se protege el rostro del sol con un abanico. Estamos a punto de viajar en el
espacio y en el tiempo, gracias a la magia del arte: Calcuta, del pintor francés James Tissot (1836-1902).
(Los cuadros de enero. 2012)
En
1841, el pintor escocés David Wilkie falleció en alta mar de regreso de un
viaje por Oriente Medio, y su cuerpo encontró sepultura en las aguas de la
bahía de Gibraltar. Su colega y competidor en lides artísticas, el pintor
británico Joseph William Turner (1775-1851), recrea ese episodio
final en Paz. Entierro en el
mar. Faltan todavía décadas para que los impresionistas deshagan en
pinceladas de color las imágenes que captan sus retinas, pero ya Turner es
capaz de crear emocionantes paisajes como este con una libertad que supone un
increíble salto hacia adelante en la historia de la pintura. Aunque ignoremos
la anécdota que da pie al cuadro, somos conscientes de estar contemplando una
escena de singular trascendencia: ayudan a ello el juego de colores, la silueta
negra del barco en medio de la claridad de la bahía, el humo que corta el
lienzo en dos, la espectral iluminación de antorchas que saca de las sombras a
los personajes que entregan el cadáver al mar. Enmarcada en esa luz dorada y
sobrenatural, la escena del entierro es como un tesoro que atrae nuestra vista
en medio de la grandiosa indeterminación del paisaje marino.
(Los cuadros de junio. 2012)
El
pintor francés Nicholas Poussin llevó a cabo entre 1660 y 1664 una serie de
cuadros dedicados a las cuatro estaciones, en los que cada una de ellas se
plasma simbólicamente a través de una historia bíblica. Para representar el
invierno se valió del episodio del Diluvio Universal. Creó así una escena de
intenso dramatismo en la que la naturaleza se desata sobre un grupo de
personajes que luchan por salvarse del poder destructor de las aguas. Pero
olvidemos los datos que suministran las enciclopedias y los libros de arte;
sugiero enfrentarse a este cuadro como lo hice yo por primera vez, con una
simple y concisa indicación de su título: El invierno. La escena resulta así profundamente misteriosa: estos
seres humanos que intentan sobrevivir, que ponen a salvo a sus hijos o nadan en
las aguas revueltas aferrados a sus animales y pertenencias, parecen estar
atravesando un invierno mucho más duro y de más profundas implicaciones que el
que marcan los calendarios. Poussin es un pintor claro y ordenado; la
racionalidad y el equilibrio imperan en su obra, y de ahí el intenso efecto que
produce su decisión de afrontar un tema tan violento. A mí me da la
sensación de que el relámpago que surca el cielo tormentoso rasga de parte a
parte la placidez de los pinceles del artista y que este deja salir, por una
vez, actitudes crispadas, figuras retorcidas, poses desesperadas. El efecto en
el que contempla el cuadro es de un profundo desasosiego. Y es que la agitación
del que por regla general vive instalado en el equilibrio resulta doblemente
perturbadora.
(Los cuadros de diciembre. 2014)
El
holandés Tejo Verstappen es un personaje polifacético, que ha dividido su
carrera artística entre la música, la interpretación y la pintura. En este
último campo, se inició dentro de los cánones tradicionales, para interesarse
más adelante por la pintura digital. Él mismo describe sus obras como “paisajes
metafísicos y oníricos, de los que se desprende una sensación de soledad y
deseo”. En efecto, sus cuadros e ilustraciones están plagados de edificios
aislados, parajes sombríos, personajes que deambulan sin compañía en medio de
una naturaleza misteriosa. La obra que encabeza estas líneas se titula La cabaña del pescador y es mi
favorita de ese conjunto de escenas sugerentes. En un paisaje marino plasmado
con la economía de medios y los trazos briosos que son habituales en este
autor, una figura humana sin rasgos individuales se vuelca sobre la borda de su
barca para echar, o tal vez recoger, una red de pesca. En su tarea le sirve de
guía la luz procedente del interior de una casa y que, de forma casi
sobrenatural, se proyecta sobre la barca. La escena es a medias tranquilizadora
e inquietante; nos cabe la duda sobre el origen de esos focos luminosos que
acompañan al pescador, pero a la vez parecen atraerlo hacia un muro negro y
amenazante. Como sucede casi siempre con las obras de este artista, captamos
que hay algo más detrás de lo evidente, un mensaje oculto, indeterminado como
las pinceladas que esbozan la escena sin acotarla del todo, extrayéndola a
medias de los territorios del sueño.
(Los cuadros de abril. 2019)
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