LECTURAS DE FEBRERO (2021)

Una recomendación me ha llevado a empezar la Trilogía de los años oscuros, escrita al alimón por Rosa Ribas y Sabine Hofmann, por la que es en realidad su segunda parte, El gran frío. Contribuyó el tema, que me atrajo de forma irresistible: en plena década de los cincuenta, una joven periodista barcelonesa se traslada a un pueblo perdido del Maestrazgo para escribir un artículo sobre una niña venerada como santa por sus vecinos a causa de sus estigmas. Lo que en principio parece un simple caso de superchería supone para la protagonista una inmersión en un mundo cerrado y opresivo, en el que andan desatadas fuerzas más terribles que las del oscurantismo religioso. Me declaro rendida admiradora de este personaje femenino enérgico y desenvuelto, trazado por sus autoras por medio de deliciosos detalles que producen una intensa sensación de realidad y despiertan en el lector la simpatía y casi me atrevería a decir que el afecto. Termino mi primera incursión en esta serie de novelas protagonizadas por la periodista Ana Martí con el vivo deseo de conocer más sobre ella, de averiguar los contratiempos que le hicieron perder su puesto en La Vanguardia para terminar cubriendo sucesos sensacionalistas en El caso; de acompañarla en otras investigaciones llenas de ingenio y osadía; de verla desenvolverse en la gris sociedad de la posguerra, derrochando entusiasmo en medio del miedo, la represión y la violencia soterrada. 

Dentro del grupo de escritores que consideramos grandes, existe un subgrupo formado por aquellos que nos parecen poseedores de una personalidad rica y cercana, con la que nos resulta fácil encontrar puntos de identificación. Disfrutamos leyéndolos y también descubriendo entre sus líneas, como pequeños dardos que sentimos que apuntan hacia nosotros de forma especial, retazos de nuestras emociones y recuerdos, de nuestra forma de captar y afrontar el mundo. A mí me sucede con Olga Tokarczuk. Esta mujer de rostro aniñado y ojos vivos que me saluda desde la solapa de las ediciones de sus obras en Anagrama, aparte de eminente y ―para mí― merecida ganadora del Premio Nobel de Literatura, es una especie de amiga con la que converso largamente, espero que por mucho tiempo, desde que hace un año leí por primera vez una obra suya, Sobre los huesos de los muertos. Sensible y aguda, capaz de apreciar la grandeza de los detalles, ferviente defensora de la dignidad de los animales, esta autora pertenece a ese restringido grupo del que hablaba al principio, compuesto por escritores con los que me encantaría charlar físicamente, más allá de la comunicación que se establece por medio de sus libros. Los errantes es un buen simulacro de esa conversación que tanto me gustaría tener: se trata de una recopilación de textos de variada índole ―relatos, artículos, breves reflexiones― unidos por el tema del viaje. La autora, que se confiesa desde las primeras líneas remisa al sedentarismo, trascribe experiencias propias, recuerdos de infancia y juventud, encuentros en hoteles y aeropuertos, o explora otras itinerancias de variada índole, desde transbordadores que surcan mares inhóspitos hasta vagabundos que se protegen de la intemperie en el refugio móvil del metro. En una curiosa identificación entre lo grande y lo pequeño, explora también la anatomía humana, mapa que describe el viaje a lo más íntimo de nuestro ser. El libro en sí es un pasaje a territorios inesperados. Sumirse en su lectura es emprender un periplo variado y sorprendente, con una compañera de viaje extraordinaria.

El gran maestro en el arte de atrapar al lector y no soltarlo hasta la última línea, Stephen King, me tiene sumergida en este volumen compuesto por cuatro novelas breves que se ha colado de forma inesperada por delante de mi larga lista de lecturas pendientes. Comentaré hoy las dos primeras. El libro se abre con El teléfono del señor Harrigan, un relato en el que se explora un territorio tan querido para su autor como es la adolescencia y el paso de la infancia al mundo adulto. Y se hace a través de la relación entre un muchacho de doce años y un anciano vecino que requiere sus servicios para una serie de tareas, entre ellas la de leerle en voz alta los libros de su biblioteca. La voz es precisamente el elemento fundamental de esta historia en la que irrumpe lo inquietante cuando el anciano muere y su joven amigo decide dejar caer en su ataúd un teléfono móvil que le acaba de regalar. La esperable trama de comunicación con el más allá le sirve a King para trazar una preciosa historia que habla sobre la amistad y la necesidad de apoyo y referentes sólidos en una etapa de la vida caracterizada por el desconcierto. La segunda novela, titulada La vida de Chuck, es en extremo original. Está compuesta por tres partes de estilos muy distintos, centradas en otros tantos momentos de la peripecia vital del protagonista. No querría estropear el placer de la sorpresa a sus posibles lectores: me limitaré a decir que la primera parte es una auténtica joya, una ficción apocalíptica que deriva en su parte final hacia terrenos por completo inesperados. La vida de Chuck explora con brevedad y eficacia los grandes temas que afectan a toda existencia humana: los instantes de plenitud, la amenaza de la muerte, la destrucción final. 

Continúo mi inmersión en el universo de Stephen King. La tercera historia que compone este volumen es la que da título al conjunto, La sangre manda. El punto de partida es en extremo desazonante: la explosión de una bomba en una escuela, con la consiguiente muerte de varios estudiantes y profesores. La protagonista es una vieja conocida de los lectores asiduos de King, la peculiar investigadora Holly Gibney; es ella quien se percata de algo tan perturbador como el atentado en sí, el hecho de que determinado presentador de televisión sea siempre el primero en llegar, en ocasiones con sorprendente premura, a los lugares en que se han producido tragedias. Ese es el extremo del hilo del cual tira esta mujer tan sagaz como poco dotada para la vida social y que conduce a sorprendentes descubrimientos que –no voy a ser tan desconsiderada— no desvelaré aquí. Solo diré que La sangre manda es, además de una historia detectivesca con toques de terror, una reflexión sobre la naturaleza del mal. Como siempre, el maestro King divirtiendo e intrigando al lector mientras le da, como quien no quiere la cosa, contundentes nociones sobre los grandes temas que afectan al ser humano. La novela que cierra el volumen es divertidísima, por lo que tiene de intriga que no se puede abandonar y por los toques de humor negro. King se permite el lujo de reírse de su labor de escritor y lo hace a través de un novelista fracasado que decide aislarse para escribir la obra maestra que le brindará el reconocimiento no conseguido hasta entonces. Y lo hace en uno de los escenarios por antonomasia de los relatos de terror: una cabaña perdida en el bosque. El lector prevé horrores sin cuento, adversas condiciones meteorológicas con el consiguiente y claustrofóbico encierro, o tal vez la aparición de un personaje amenazador que ponga en peligro la vida del protagonista. Lo que no espera, a pesar de que se le anuncia desde el título, es a la rata que da nombre a la novela. Esta será una presencia inefable, fuente a la vez de diversión y de temor. Me lo he pasado estupendamente leyendo esta reflexión sobre la creatividad, la escritura y sus servidumbres. Estoy segura de que a muchos lectores, estén o no vinculados al mundo de las letras, les pasará lo mismo.

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