SOLO


La exposición Solo, que reúne tres décadas del trabajo del fotógrafo Matías Costa, supone un emocionante viaje al interior del artista, a su pasado y sus emociones, en el que es muy fácil dejarse implicar. Contribuye a ello su emplazamiento, la sugerente sala de exposiciones del Canal de Isabel II, ese antiguo depósito de planta circular cuya columna vertebral es una empinada escalera por la que se asciende hasta las proximidades de la cúpula, en un movimiento ascensional acorde con la creciente emoción que el visitante experimenta si se deja llevar por las imágenes que penden de sus muros. Un espacio en penumbra, pleno de intimidad, que parece conservar la calidad oscura y silenciosa del agua que albergó durante décadas.



Solo es un sobrecogedor recorrido por distintas formas de exclusión, desarraigo y abandono. Lo que no encaja, lo que se arrincona, lo que fue y ya no es, lo que se deteriora y se pierde: desde el desgarrador grito en blanco y negro de los grupos humanos que pueblan la primera planta (inmigrantes que llegan a las costas europeas, niños ruandeses huérfanos del genocidio, familias romaníes instaladas junto al vertedero de Valdemingómez), hasta la tristeza de los espacios y objetos abandonados de la segunda, como las instalaciones que albergaron en su momento a los constructores del canal de Panamá o los barcos que quedaron varados en un puerto canario cuando se vino abajo el gigante soviético. El viaje culmina ―literalmente― en la tercera planta, donde aguardan al visitante imágenes vinculadas a la trayectoria vital del fotógrafo y a su memoria familar (su Buenos Aires natal, por ejemplo, o Minsk, lugar de origen de su familia paterna). Porque, y esto es lo que hace especialmente singular y atractiva esta muestra, la exploración de graves problemas sociales y el recorrido por puntos distantes del planeta van paralelos a una indagación en el propio yo del autor y también del visitante que lo quiera acompañar en ese viaje doloroso y esclarecedor.

El hilo conductor de la exposición son los cuadernos de campo del fotógrafo, en los que este acostumbra a anotar sus impresiones, acompañándolas con frecuencia de imágenes. Se trata de un material que no solo explica, sino que potencia de forma extraordinaria la capacidad de comunicar de fotografías ya de por sí impactantes. Pienso que la obra gráfica de Matías Costa se comenta por sí misma, así que voy a dedicar lo que queda de esta entrada a tres momentos de especial intensidad que me deparó la exposición y que están asociados a la historia que subyace tras lo visual; en definitiva, al poder de las palabras.

Matías Costa nació en Buenos Aires y, siendo muy niño, tuvo que enfrentarse a una terrible prueba de desafortunada frecuencia en la Argentina de los años 70: la detención de sus padres por el aparato represor de la dictadura de Videla. En su caso, la historia terminó bien ―todo lo bien que puede acabar una historia de este tipo― y sus padres fueron liberados al cabo de un año, pero no es difícil imaginar el horror de soledad e incertidumbre que vivieron durante ese tiempo el pequeño Matías y su hermano. Resulta evidente la vinculación emocional entre el fotógrafo y los huérfanos y jóvenes habitantes de infiernos terrenales que pueblan la primera planta de la exposición. Es precisamente aquí donde se puede ver una página del cuaderno de campo del autor en la que aparece la curiosa imagen de un jefe indio que posa, ceremonial y concentrado, frente a la cámara. El texto que la acompaña explica cómo Matías y su hermano, que emigraron a España junto a su madre apenas se produjo la puesta en libertad de esta, añoraban de forma dolorosa a su padre, que permaneció en Argentina, y cómo se sintieron reconfortados cuando recibieron una carta del ausente en la que contaba que había conocido al célebre indio Gerónimo, del que les enviaba una foto. El retrato del famoso personaje, tan atractivo para un niño, se convirtió así en un bálsamo para la sensación de soledad y abandono. Uno de esos objetos mágicos que todos conservamos y que, tarde o temprano, tienen el poder de consolarnos de nuestra orfandad.



La segunda planta de la exposición es el territorio de las soledades urbanas y los lugares abandonados. Me detendré en las fotografías pertenecientes a la serie Cargo, impresionantes imágenes que, en contraste con su vibrante colorido, reflejan el deterioro de barcos soviéticos varados en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria, en un extraño limbo legal producido tras la caída de la URSS. Un precioso estudio de detalles y texturas que hablan de abandono y decadencia, junto con una impactante galería de retratos de los marineros, habitantes de un mundo fantasmal que se derrumba. Pero lo que quiero comentar aquí es un testimonio que aparece en uno de los cuadernos: una carta dirigida al fotógrafo en la que, con exquisita cortesía, se le informa del aplazamiento de la exposición de su obra en la población lituana de Nida. El motivo no puede ser más impactante (y terriblemente adecuado para una muestra cuyos protagonistas son barcos y marineros): un naufragio producido en el mar Báltico en el que perdieron la vida varios habitantes de Nida, con el consiguiente uso de la vieja iglesia de la localidad, que iba a ser la sede de la exposición, como capilla ardiente para sus cuerpos. Arte que refleja la dura realidad y al que otra realidad igualmente dura dota de un significado nuevo.



El tercer escalón de esta entrada se sitúa en la última planta de la exposición, la ocupada por la serie The family Project. Allí se puede contemplar la hermosa fotografía que encabeza estas líneas. Impecable factura, sugerente juego de luz y sombra, composición perfecta: una de esas imágenes en las que uno puede perderse por el simple ―nada simple, por otra parte― gusto del placer estético. Pero un motivo de inquietud asalta al visitante minucioso que se ha detenido a leer una página del cuaderno de campo expuesta en la planta inferior. En ella, el autor reflexiona sobre cómo una fotografía puede adquirir un sentido distinto, cargarse de una trascendencia especial, si va acompañada de la historia que completa su significado. ¿Debe por tanto el fotógrafo preocuparse de incluir esos textos explicativos en su obra? La reflexión va acompañada por dos ejemplos. Uno de ellos es esta imagen de la escalera que se pierde en la sombra. Por ella bajaban durante la dictadura militar a los presos que iban a ser torturados. Atar cabos entre la fotografía y esta explicación, expuesta a considerable distancia de ella, dependerá de la minuciosidad de cada visitante, de su calma para fijarse en lo menos evidente, pero también de la afluencia de público, que con frecuencia impide captar detalles como este. Para el que establece la conexión, la belleza se transforma en espanto, la plácida contemplación en un sobrecogido reconocimiento del horror. Un peldaño más en esta escalera de ascenso hacia los rincones más sensibles de la memoria, hacia esos eslabones que unen a los desheredados, los vulnerables, los maltratados, con nuestro yo más dolorido.

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