ÉRASE UNA VEZ EN MI INFANCIA

Desde que me enteré hace unos días de la desaparición de Ennio Morricone, tengo una imagen y una melodía alojadas en el cerebro. Han salido a buscarme desde lo más profundo de mi infancia. Existe una estrecha vinculación entre ambos recuerdos, el visual y el auditivo, aparte del hecho de que los dos me llenan de melancolía.

La imagen: cuatro tipos envueltos en largos guardapolvos agitados por el viento están plantados en fila frente a la fachada de una casa de madera. Nos dan la espalda, pese a los cual resulta evidente su aspecto amenazador. El inquietante cuarteto va armado con rifles que apuntan hacia el suelo (nos tememos que por poco tiempo). En la puerta de la casa así sitiada se alza una figura inesperada, la de un niño rubio de corta edad, que observa a los asaltantes con una expresión que el tamaño de la imagen no permite descifrar.

La melodía: unos acordes lentos, misteriosos, que presagian un acontecimiento sonoro que nuestro oído está deseando captar. Sin embargo, estos acordes preparatorios se hacen de rogar, se demoran, se repiten cuatro veces de forma casi idéntica, hasta que por fin ceden paso al milagro. Es una voz de mujer que canta una melodía que me produce una emoción difícil de soportar. Qué inútiles resultan las palabras cuando se trata de hablar de música. Solo puedo decir que esta pieza deja caer sobre mi cabeza, cada vez que la escucho, un auténtico cargamento de añoranza.

La imagen que he descrito más arriba es un fotograma de la película Érase una vez en el oeste, el wéstern dirigido en 1968 por Sergio Leone y que, por uno de esos sinsentidos tan comunes en el doblaje, en España se conoció como Hasta que llegó su hora. Dicho fotograma es además la cubierta de un disco de 45 revoluciones que durante años estuvo rodando por la casa de mis padres, una de esas reliquias sonoras que en la cara A presentaban una canción de éxito y en la cara B otra menos afortunada, como una hermanita pequeña y anodina a la que la brillante primogénita lanzaba al mundo bajo su influjo protector. El disco en cuestión (que, por un motivo familiar que no viene al caso, era una versión francesa) contenía dos temas de la banda sonora compuesta por Ennio Morricone para la película de Sergio Leone. La melodía sobrenatural a la que me he referido antes era el tema principal y ocupaba la cara A. Mi memoria ha borrado el recuerdo de su acompañante de la otra cara.

Este disco hoy perdido es uno de los objetos en los que concentro la esencia de mi infancia. Pertenecía a mi abuela, que es probablemente la primera persona que me contagió el amor al cine, y que tenía la costumbre de ir adquiriendo los sencillos de bandas sonoras que le llamaban la atención. Gracias a ella pude viajar por paisajes helados con el poder de la imaginación al son del Tema de Lara de Doctor Zhivago. Y gracias a ella también llegó por primera vez a mis oídos una composición de este maestro de la música y del lirismo que nos ha dejado hace tres días. Me recuerdo poniendo una y otra vez la aguja del tocadiscos al inicio de la canción, que adquirió así un misterioso crepitar en sus momentos de silencio. Mi abuela no llegó a saberlo, pero aquello fue el inicio de una relación emocionante.

Y como –me repito-- las palabras se revelan armas imperfectas en estos casos, le cedo el paso a la música. Tema principal de Érase una vez en el oeste, de Ennio Morricone. Un wéstern violento y melancólico, acompañado por una banda sonora portentosa. No sé lo que suscitará en otras personas esta composición del mago de las emociones; a mí, con solo oír los primeros acordes, se me viene encima mi infancia.

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