LOS CUADROS DE MAYO (2020)


Repaso mi cuaderno de notas en busca de un cuadro con el que inaugurar este mes. En él tengo recogidos apuntes de las exposiciones que he visitado en tiempos recientes (¿quién lo diría ahora, desde este confinamiento que se alarga artificialmente en nuestra percepción?). Es un ejercicio entretenido: voy buscando en Internet los cuadros cuyas referencias anoté y me sorprenden rostros, paisajes, formas; he olvidado los detalles, pero recupero de inmediato la impresión que me causaron al contemplarlos en vivo. Uno de los primeros en renacer en mi memoria, asaltándome con su deslumbrante colorido, es Naturaleza muerta con un perfil de Mimi del pintor holandés Meijer de Haan. Fue uno de las hermosas obras de artistas del entorno de Van Gogh que descubrí el verano pasado en el museo dedicado a este último en Ámsterdam. El autor parte de la composición tradicional de un bodegón, pero desplaza ligeramente hacia la izquierda el que debería ser el foco de interés para hacer irrumpir por la derecha del lienzo un visitante inesperado: un delicioso perfil de bebé que, con la mirada fija y las manitas apretadas sobre el tablero, comparte nuestra fascinación por unas piezas de fruta que evocan la realidad pero la sobrepasan ampliamente por la intensidad de sus colores. Este cuadro de apariencia sencilla se estructura así sobre un juego de miradas que se cruzan: la de quienes contemplan el cuadro, la del pequeño polizonte que se suma a una escena que prometía ser inanimada. La rugosidad de las texturas y las gruesas pinceladas afectan a todos por igual, objetos, vegetales y humano. Meijer de Haan se lleva la escena real a su imaginación y nos la devuelve filtrada por su potente mirada de artista. Todo es color y trazos vigorosos. Pura pintura.


Desde que empezó el confinamiento, pulula por las redes una infinidad de cuadros, de autores y estilos muy diferentes, con un tema común: un personaje que observa el mundo de fuera desde un interior. Figuras humanas asomadas a ventanas y balcones, atisbando entre cortinas o a través de amplias cristaleras, apoyados en alféizares y barandillas, oteando paisajes naturales o confrontados con el trasiego de la ciudad. Entre todos ellos, me ha llamado especialmente la atención Mujer en la ventana, del pintor italiano Renato Guttuso. No hay en este cuadro ni un ápice de la melancolía tan frecuente en las obras que desarrollan el mismo motivo. La mujer asomada al exterior, con su blusa de un rojo rabioso, saca medio cuerpo por la ventana, en una actitud que nos hace pensar en una charla con algún vecino o viandante. Todo aporta dinamismo a la composición: el intenso colorido, el escorzo de la figura humana, el desorden de la habitación, el punto de vista múltiple con que está resuelto el asiento de la silla de enea y el abigarramiento de los edificios reducidos a sus formas geométricas, rasgos estos últimos en los que se rastrea una clara influencia del cubismo. La mesa del primer plano y los objetos dispuestos sobre ella forman una peculiar naturaleza muerta cuyo sentido nos intriga. Junto a los libros y botellas habituales en estos casos, nos sorprende descubrir una copa rota, un cuchillo y ―el detalle más desazonante― el enorme cráneo de un animal con cuernos. Esta mujer cuyo rostro no vemos y que permanece abstraída en una conversación se nos revela como la dueña de un misterioso universo privado. Inevitablemente, el que mira el cuadro siente que es testigo de algo que no ha sido invitado a contemplar.

El pintor estadounidense John Frederick Peto es autor de naturalezas muertas en las que objetos cotidianos se recortan sobre fondos oscuros con la serenidad de modelos que posaran ofreciendo su humilde sabiduría. Son bodegones graves y austeros, serios dentro del desorden que domina sus componentes. Están tratados con un realismo tal que su autor ha pasado a la posteridad como un maestro del “trampantojo”, técnica consistente en crear en el ojo humano una ilusión de realidad donde solo hay elementos pintados. El cuadro que traigo hoy a esta sección tiene para mí un valor sentimental añadido que queda patente desde su título: Materiales de estudiante. Siempre me han conmovido los estuches e instrumentos de escribir, los libros y cuadernos que acompañan a los humanos en la carrera del aprendizaje. Me gusta observarlos, relacionarlos con la personalidad del que los emplea, ordenarlos cuando son abandonados de cualquier forma por un estudiante impaciente por salir al recreo. He puesto capuchas a innumerables bolígrafos y guardado otras tantas gafas en sus fundas tras el sonido del timbre liberador. Pero volvamos a la pintura de Peto. Los protagonistas del cuadro (libros, tintero, pluma, pipa, vela), contemporáneos a su autor, tienen para la posteridad el encanto de representar un mundo perdido. Mi favorito es el viejo cuaderno que cuelga del tablero. Su cubierta desgastada, precioso ejercicio de texturas, lo identifica como un camarada bregado en mil lides estudiantiles. No solo tengo la impresión de que podría tocarlo con extender la mano: estoy deseando hacerlo, abrir su tapa, pasar sus hojas y adentrarme en las notas y observaciones de un estudiante que dejó de serlo hace mucho.

Una puerta abierta que nos franquea el paso hacia otra puerta que a su vez nos permite colarnos dentro de una alcoba: eso es Interior con mujer de rojo vista de espaldas de Felix Vallotton. La intensidad del colorido, primer reclamo de la obra de este artista, cede protagonismo en este caso a la apasionante sucesión de barreras que se van abriendo frente a nosotros, más intrusos que espectadores, y nos facilitan el acceso al espacio más íntimo de una vivienda. La primera de las puertas sirve de marco a la composición y nos transmite el mensaje de que no estamos del todo invitados a penetrar en este ámbito privado. Las hojas, abiertas pero no de par en par, parecen avisarnos de que estamos a punto de saltarnos una prohibición. Aun así, seguimos adelante (¿quién no lo haría?) y nos encontramos con la presencia inesperada de una mujer que observa sin ser vista, semioculta tras una cortina. Nos sentimos identificados: ya somos dos, personaje y espectador, los que atisbamos juntos hacia lo más recóndito de la casa. Unos escalones nos conducen a una antecámara de la que apenas podemos ver un sillón con una prenda de vestir caída sobre el brazo. Y, al fondo, la puerta definitiva, la que se abre a un dormitorio, ignoramos si habitado o no. Una sombra en el suelo, frente a la mesilla de noche, dispara nuestra imaginación. Todo es sutil en este juego de accesos que ceden el paso e invitan a entrar, de perspectivas que revelan pero a la vez ocultan, de miradas ―incluida la nuestra― dirigidas hacia un foco de atención cuyo misterio no se desvela del todo.

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