LOS CUADROS DE MAYO (2019)
La
obra del artista galés Phil Greenwood se puede definir con dos palabras:
paisaje y grabado. Greenwood es un maestro en la creación de imágenes de la
naturaleza que no responden tanto a enclaves concretos como a reconstrucciones
mentales, realizadas casi siempre por medio de la técnica del grabado sobre
plancha de cobre. Sus paisajes, bellos y sugerentes, oscilan entre una
aproximación realista y una simplificación que produce visiones estilizadas y
esquemáticas, más cercanas al mundo de la fantasía. Este es el caso de la obra
que encabeza estas líneas y que lleva en el título su carácter onírico: Dream
clocks. Esta peculiar escena desconcierta y atrae a la vez por la
misteriosa convivencia entre el cielo nocturno y la claridad de los elementos
vegetales. Las filas de plantas que se yerguen en la llanura tienen un indudable
carácter animado; se diría que son un ejército desplegado hasta el horizonte
que clava en nosotros sus rostros circulares y expectantes. Parece que una
simple palabra nuestra bastaría para poner en funcionamiento a estos seres y
alejarlos de forma definitiva de su condición vegetal. Los juncos que flanquean
a lo lejos una corriente de agua de un increíble color azul, las hierbas
delicadamente delineadas y las margaritas que dan el toque de colorido más
vibrante completan este conjunto delicado, armonioso e improbable. Un
incansable observador de la naturaleza como Greenwood es capaz de trascenderla
para crear esta imagen mental, que echa sus raíces en la tierra para alzarse
hasta la altura de nuestra imaginación.
Silencio es el escueto y contundente título de esta
obra del pintor suizo Johann Heinrich Füssli, rebautizado como Henry Fuseli
tras instalarse en tierras británicas. Fuseli es harto conocido por sus
visiones monstruosas y demoníacas, por sus cuadros en los que mujeres
aparatosamente desvanecidas se ven rodeadas por figuras fantasmales que emanan
de su imaginación. Es un artista exagerado, de violentos claroscuros y
personajes en poses histriónicas: un perfecto ilustrador del lado más externo
―y también el más banal― del Romanticismo que en aquel momento se encontraba en
su apogeo. Precisamente por todo lo que acabo de señalar, me resulta tan
atrayente esta obra íntima y emotiva, que se aleja de la línea habitual de su
autor. Con una sobriedad de elementos desusada en él, Fuseli concentra su
atención en una figura que emerge de un fondo oscuro e indeterminado. Iluminada
con una extraña luz que parece emanar de su interior, esta figura femenina
plegada sobre sí misma resulta intensa y expresiva sin necesidad de acudir a la
grandilocuencia. Su cabeza caída sobre el pecho, la melena que se desploma en
su regazo como una cascada, el peso inerte de sus brazos, nos hablan de
recogimiento y meditación, pero también de un profundo desaliento. El silencio
que se nos anuncia en el título es el que acompaña a los pensamientos más
densos, a las indagaciones profundas, a la búsqueda en lo más oscuro de la
conciencia de cada cual.
La
semana pasada, una exposición del Museo Reina Sofía en el Palacio de Velázquez
me descubrió a un artista sorprendente: el japonés Tetsuya Ishida. Fue toda una
experiencia encontrar las paredes del precioso edificio de El Retiro habitadas
por extrañas y angustiosas visiones de la vida contemporánea: personajes de
mirada inexpresiva, con frecuencia híbridos entre humano e insecto; cadenas de
montaje en las que hombres y mujeres son sometidos a un tratamiento mecánico y
deshumanizado; inquietantes maridajes entre personas y maquinaria. Los cuadros
de Ishida son tan perturbadores como enigmáticos. Muchas veces, cuando uno cree
haber encontrado una interpretación para la escena que se le presenta, descubre
en la cartela un título que lo desorienta por completo. El cuadro que he
elegido para esta sección semanal es el que sirve de reclamo a la exposición y
también, según me parece, uno de los que ofrece un acceso más fácil a su
posible significado. Los habituales personajes de rostro imperturbable de
Ishida se sustituyen en esta ocasión por un muchacho sin rostro. En el agujero
negro que ocupa el lugar de su cara, se puede atisbar la figura diminuta de un
niño, que quien contempla el cuadro identifica de forma automática como una
imagen del pasado del protagonista. El título de la obra, Viaje de regreso,
así parece confirmarlo. Este personaje carente de rasgos individualizadores,
abocado a la angustia de no existir, tiene al menos un último asidero, que es
el que nos salva a muchos en los malos momentos: el niño que fue.
Una
de las funciones del arte es la de ayudar a evadirse de una realidad ingrata en
dirección a territorios más habitables. Hoy necesito traer a esta sección un
cuadro de este tipo y acudo al delicado y evanescente mundo del simbolista
catalán Joan Brull. Sueño es el título de esta preciosa escena nocturna.
Una joven sentada junto a un río observa lo que sucede en la orilla de
enfrente: varias figuras femeninas danzan en corro bajo la luz de la luna. El
cuadro se presta a interpretaciones variadas. ¿Una humana que ha entrado en
contacto con un grupo de ninfas? ¿O tal vez es una ninfa que se siente apartada
de la alegría de sus hermanas? ¿Se trata de seres mitológicos o de brujas que
celebran un rito en la soledad de la noche? ¿El sueño del que habla el título
es el del personaje que observa en primer plano o el de nosotros, espectadores
en segunda instancia…? Esta obra plagada de sugerencias está envuelta en una
suave pátina que le otorga una calidad plácida e irreal. Dos detalles
maravillosos: los lirios que acompañan a la protagonista y la luna asomando entre
las ramas colgantes del árbol. Hoy necesito perderme en este ambiente
improbable y hermoso. Dejadme soñar…
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