LA PRINCESA ESTÁ TRISTE
Hace algo más de quince días, saltó a las redes
sociales una de esas divertidas propuestas que se suelen expandir con sorprendente
rapidez. Dicha propuesta llevaba el título, que me voy a permitir
castellanizar, de Reto de los 10 años. Ciudadanos anónimos, famosos de enjundia
y famosetes de medio pelo, equipos deportivos, medios de comunicación e
instituciones varias se lanzaron a colgar parejas de fotos que mostraban a las mismas personas en
2009 y en 2019, en un ejercicio entre jocoso, masoquista y melancólico. En
algún caso, el espíritu que animaba el juego cobraba trascendencia al estar
guiado por un afán de concienciar. Esto sucedía en el caso de imágenes que
comparaban, por ejemplo, el estado de ciertos espacios naturales hace diez años
con el que tienen en la actualidad.
Lo confieso: yo también he buceado, como
supongo que habrá hecho alguno de los que leen estas líneas, en mis archivos
fotográficos de enero de 2009, y me he dedicado durante un rato a la profunda
tarea de comparar. No pienso publicar el resultado y me reservo mis reflexiones
al respecto, que, según creo, carecen de interés para cualquiera aparte de mí
misma. Escribo esta entrada, en cambio, para hablar sobre el curioso ejercicio
de comparación llevado a cabo por una institución cultural empeñada en ponerse
al nivel de los nuevos tiempos.
El Museo del Prado ha querido participar en el
reto y ha buscado entre sus procelosos fondos los retratos de unos cuantos
personajes regios inmortalizados con diez años de diferencia. El príncipe
Baltasar Carlos, Fernando VII, Mª Luisa de Parma, Carlos IV, Isabel II, los dos
Alfonsos (XII y XIII) se exponen así a nuestra mirada crítica, mostrando su
proceso de evolución y maduración y, con frecuencia, los duros estragos del
tiempo. Hay dos casos especialmente sobrecogedores: el primero es el de Carlos
II, que en una década pasó de ser un niñito andrógino de rostro embelesado a poseer
ese rostro maltrecho que parece encarnar por sí solo la decadencia de todo un
país. El segundo es el de Margarita de Austria, la hija de Felipe IV.
La infanta en torno a la cual gira la
extraordinaria creación velazqueña de Las Meninas aparece enfrentada a la
efigie de una joven enlutada de expresión adusta, obra del yerno de Velázquez,
Juan Bautista Martínez del Mazo. Es inevitable estremecerse ante el contraste:
la deliciosa pequeña que es el centro de las atenciones de las sirvientas y que
nos mira con regocijado desafío en el primer cuadro se convierte en el segundo
en una joven de gesto ausente y entristecido. Su maravilloso vestido plateado ―el
gris más bello que he contemplado jamás― se ha sustituido por un luto riguroso;
su mirada chispeante ha cedido paso a una expresión de profundo desconsuelo.
Con tan solo catorce años, un año después de la muerte de su padre y tras
casarse por poderes con su tío, Margarita posa en este retrato estremecedor que
nos habla de madurez prematura y de la pérdida de las ilusiones. Inevitable
pensar en los célebres versos de Rubén Darío, pero, en este caso, sí sabemos
qué tiene la princesa. Además de a su padre, acaba de enterrar su
juventud.
Cierto, acababa de inmolar su juventud a esa entelequia absurda que llaman la razón de Estado. ¿La Ley? ¿El Orden?...la sinrazón de los poderosos.
ResponderEliminarLa razón de Estado: ese monstruo que devora las ilusiones y las vidas de personajes tanto humildes como encumbrados. Si, al menos, fuera en nombre del bien común...
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