UNA HISTORIA CIBERNÉTICA

Todo empezó hace hoy justamente una semana, cuando Internet dejó de funcionar en mi casa.

A mí las averías me producen siempre un peculiar estado a medio camino entre la zozobra y la reflexión. Por un lado, me parece imposible la supervivencia sin esa wifi, esa lavadora, ese coche, esa caldera que, en un acto de mala voluntad, ha decidido darse de baja por un tiempo de la estrecha colaboración que tiene conmigo. Por otro lado, me da por meditar sobre los cambios que dicha ausencia puede producir en mi vida: ahora tendré más tiempo para leer, no lavaré sin necesidad, iré caminando, valoraré más la comodidad en la que estoy instalada. Mi existencia no será la misma mientras dure el contratiempo y quizá ―me ilusiona pensar― adquiriré algún atisbo de sabiduría. Todos esos pensamientos me han pasado por la mente durante los días en que he vuelto al estado de cosas previo a la era digital. Pero no voy a hablar ahora de eso, sino de las curiosas situaciones en que me he visto envuelta al intentar buscar una solución a mi problema y que me han hecho sentirme sucesivamente protagonista de Sófocles, de Kafka y de Ray Bradbury.

Lo primero que ocurrió fue que la voz de un oráculo me asaltó por teléfono. En efecto, yo apenas había descolgado el fijo para llamar al servicio técnico cuando una monocorde voz femenina llegó hasta mi oído: «Por favor, reinicie el rúter para restablecer la conexión. Si no funciona, entre en nuestra página web de atención al cliente y dé aviso de su avería». Me sobresalté, lo confieso. Mi imaginación echó a volar. ¿Cómo era posible que, sin marcar yo número alguno, aquel aparato conociera mi problema y me sugiriera una solución…? Se me antojaba que una moderna sibila me daba instrucciones a través del auricular. Pero la prosaica realidad se impuso en breve. Recordé que mi teléfono fijo funciona a través de Internet y que estaba afectado también por la avería. Aquel mensaje había saltado de forma automática, al parecer, en cuanto la línea había quedado interrumpida.

Por supuesto, la sugerencia de reiniciar el rúter no funcionó. Por otra parte, pasaré por alto la kafkiana sugerencia de solucionar un problema con Internet entrando en una página de Internet. Solo diré que la página en cuestión (a la que, por supuesto, intenté acceder a través del móvil) se encontraba en proceso de reestructuración y no estaba operativa. Más Kafka: solucione usted una avería entrando en una página también averiada.

El tercer capítulo de esta historia trata de lo ocurrido cuando decidí llamar al servicio técnico a través de mi móvil. Es aquí donde comienzan los dominios de Ray Bradbury. Una jovial voz mecánica me saludó, se presentó con un nombre que no recuerdo y me dijo que era mi asistente telefónica. Después me preguntó cuál era mi problema. Respondí con ese tono receloso que se nos pone a la mayoría, supongo, cuando nos encontramos hablando con una máquina. Ante mi sorpresa, mi interlocutora artificial entendió a la perfección mi respuesta y me hizo a su vez otra pregunta de una lógica aplastante. Respondí. Me respondió. Así, hasta cuatro o cinco veces. Fue un diálogo impecable, lo juro. Tras acotar mi problema con eficacia sin igual, aquella jovial asistente a la que yo le empezaba a atribuir rasgos humanos ―la imaginaba con coleta, no sé por qué― me aseguró que tomaba nota de la incidencia. Entonces sonó el ruido de unos ágiles dedos sobre un teclado. Me pareció ver cómo la coleta se agitaba como consecuencia de la actividad. Mi interlocutora volvió a hablar: me recomendaba que apagara el rúter y lo volviera a conectar al cabo de treinta segundos (ay, Kafka asomando de nuevo…). Añadió, tranquilizadora, que me volvería a llamar en cinco minutos para ver si el problema se había solucionado. Cortó la comunicación.

Lo hice. Aunque ya había fracasado en semejante maniobra varias veces, obedecí a aquella asistente de voz jovial y actitud pizpireta. Fracasé una vez más y me senté a esperar. Por fin sonó el móvil y contesté, aliviada. Habían pasado cinco minutos justos. Por un instante, tuve la tentación de saludar. Me pareció que mi asistente de la coleta y los dedos ágiles mostraba desilusión cuando, a su pregunta de si se había solucionado el problema, contesté con un rotundo no. Pero no se amilanó: iba a pasarle la incidencia a un técnico que se pondría en contacto conmigo. Agradecía mi confianza. Muchas gracias y adiós.

Me sentí entre abandonada y perpleja cuando la comunicación se cortó de forma definitiva. Nunca antes había mantenido un diálogo tan satisfactorio con una máquina. Me atrevería a afirmar que muchos diálogos mantenidos con humanos a lo largo de mi vida no han rozado ni de lejos semejante nivel de eficacia. Cuando, al cabo de un rato no muy largo, un técnico de carne y hueso y con un cerrado acento meridional se puso en contacto conmigo, he de confesar que lo encontré demasiado humano.

La parte del relato correspondiente a Bradbury no termina aquí, ni mucho menos. Como la avería no se solucionó a distancia, tuve que concertar una cita con un operario, y a lo largo del domingo recibí llamadas de máquinas que me daban opciones horarias que nunca me convenían. He de decir que ninguna de ellas podía competir ni remotamente con mi jovial asistente telefónica del primer día.

Como ya habrá comprendido el lector avezado que está leyendo estas líneas, mi avería ha sido por fin reparada. Lamento decir que el final de la historia se aleja de las ilustres resonancias literarias que tuvo su desarrollo. La causa de la avería no tiene nada que ver con tragedias griegas, ni con Kafka ni Ray Bradbury: uno de mis dos gatos había mordisqueado hasta romperlo el cable que conecta el rúter con el cajetín. Por más que los observo, no consigo decidir cuál de los dos es el culpable. Son unos maestros en el arte del disimulo, los felinos. Bien pensado, aquí entramos en el terreno de la novela negra. Siempre la literatura.

Comentarios

  1. Pues me encanta cómo te tomas estos problemas y qué jugo les sacas. Cuando me ocurre algo parecido entro en un proceso de nerviosismo que me impide hasta hacer llamadas. Sudo, se me acelera el corazòn y cuando al fin se soluciona estoy dispuesta a besar al técnico, sean cuales sean sus aracterísticas físicas.

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  2. Increíble. ¿Tú, Lola, una de las personas más resolutivas que conozco, paralizada por una simple avería...? Ver para creer. Esto me consuela bastante de algunas inoperancias mías. Es cuanto a lo de besar al técnico... En fin, yo he estado a punto de hacerme amiga de una voz mecánica. Las emociones humanas son imprevisibles.

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