LOS CUADROS DE AGOSTO (2018)
El
cierre temporal pero prolongado (tres años ya) del Museo de Bellas Artes de
Budapest me llevó, en mi reciente viaje a la capital húngara, a saciar mi ansia
de pintura en la Galería Nacional. Fue una compensación de la que estoy más que
satisfecha: visitar este museo supone hacer un recorrido por el arte húngaro,
tan poco familiar para mí hasta ahora, desde la Edad Media hasta la actualidad.
Uno de los pocos pintores a los que conocía antes de encontrármelo allí es
Károly Ferenczy (1862-1917), probablemente el que más presencia tiene en la
Galería. Entre las obras de este autor allí expuestas, me quedo con Chicos tirando piedras al río. Lo
primero que me llamó la atención en este cuadro y otros de la misma etapa de su
autor es el predominio de colores fríos, la extraña claridad que envuelve la
escena y que dota a un momento cotidiano de una sorprendente trascendencia. A
pesar del carácter dinámico de su título, Ferenczy elige disponer a los tres
protagonistas en posiciones estáticas, antes o después de la acción de lanzar
piedras. Los chicos parecen así suspendidos en una realidad al margen del
tiempo, en un universo de blancos y grises, en el que la única nota de color
vivo –el pañuelo rojo del cuello de uno de ellos— evoca un mundo de movimiento,
ruido y agitación que queda fuera de los límites del lienzo. Precisamente hacia
ese mundo exterior y ajeno se dirigen las miradas de dos de los muchachos, pero
tenemos la impresión de que uno y otro, con sus respectivas actitudes
desafiante y reflexiva, están atisbando algo más allá de la simple trayectoria
de una piedra sobre la superficie del agua. ¿El porvenir, tal vez?
Uno
de los emblemas de la Galería Nacional de Budapest es Mujer con velo negro de József Rippl-Rónai. Este es uno de los
pocos artistas húngaros que yo conocía antes de mi visita a dicho museo; de
hecho, no es la primera vez que traigo un cuadro suyo a esta sección.
Rippl-Rónai viajó a París con poco más de veinte años y ese viaje marcó sin
duda su carrera pictórica. Es ―dicho desde mi conocimiento más que parcial― el
más francés de los pintores húngaros de su tiempo; su obra está traspasada por
la libertad de pincelada de los movimientos franceses de finales del XIX y sus
modelos femeninos poseen la fuerza y la melancolía de las mujeres de
Toulouse-Lautrec. Esta dama vestida de negro desprende una fascinación tan
fuerte que uno puede pasarse largo tiempo contemplándola. Su sonrisa
indefinible y el enigma de su mirada, posada en un punto impreciso, es alimento
más que suficiente para cualquier imaginación. ¿En qué piensa, a quién espera,
dónde se encuentra? Las respuestas a estas preguntas podrían dar origen, sin
duda, a innumerables historias distintas. El autor acrecienta el toque de
misterio envolviendo a su modelo en un torbellino de líneas que se desprenden
de su tocado. Aislada en un espacio indeterminado y en sus propios
pensamientos, esta desconocida ejerce sobre mí una atracción tan irresistible
que siempre deseo espiarla una vez más, en busca de la clave secreta que se me
escapa. Un detalle curioso: en un museo poco dotado de asientos para los
visitantes, la sala de Rippl-Rónai tiene un banco que permite contemplar con
calma a esta y a otras de sus enigmáticas mujeres. No me parece una casualidad.
Con
cierta frecuencia, el título es la pieza definitiva que permite interpretar por
completo el sentido de un cuadro. Así sucede en el presente caso. La raíz de la
aflicción de los dos personajes plasmados en este lienzo por el pintor húngaro
István Csók queda aclarada por el conciso y contundente título: Huérfanas. En su larga vida (casi un
siglo) a caballo entre el XIX y el XX, Csók desarrolló una obra de temática
variada (retratos, paisajes, desnudos, escenas costumbristas) con una técnica
colorida y de pincelada suelta, cercana al impresionismo. Este cuadro en
concreto me conmovió hondamente al descubrirlo en la Galería Nacional de
Budapest. Esquivando la sensiblería a la que el tema habría podido conducir
fácilmente, Csók crea una escena emocionante en su sobriedad. Las dos
protagonistas encarnan sendas actitudes frente al desamparo: el derrumbe
absoluto, el dolor contenido. La identificación sentimental con ellas es
inevitable; estas dos muchachas sin familia apelan a la parte más vulnerable de
cada uno de nosotros. Circulan por la red varias reproducciones de este cuadro,
totalmente distintas entre sí en cuanto a la gama cromática. He elegido la que
me parece más fiel al original, aunque tal vez me estén jugando una mala pasada
la memoria y la subjetividad. En esta etapa de mi vida de omnipresencia de azules, no es
extraña mi emoción frente a un cuadro azul más.
Termino
este mes dedicado a la Galería Nacional de Budapest con una de sus obras más
emblemáticas: Mujer tocando el
violonchelo de Robert Berény. En las antípodas de visiones melancólicas del
tema (como el conocido Violonchelista
de Modigliani, que ya pasó por esta sección en diciembre de 2014), este
personaje desborda energía en su forma de manejar el instrumento, en su actitud
corporal y, por supuesto, en el vital color rojo que parece salirse del lienzo
e inundar el mundo alrededor. Berény realiza su composición ajustando el
espacio a la figura central, cuyas extremidades marcan los límites del cuadro.
Nada interesa al artista al margen de esta joven de mirada concentrada y manos
largas, expresivas, una bellamente curvada sobre el mástil, sujetando con
delicadeza el arco la otra. Al parecer, la modelo del cuadro fue Eta Breuer,
esposa del pintor, a la que éste retrató en alguna ocasión más acompañada de su
violonchelo, pero nunca con tales vigor y expresividad. Adalid de las
vanguardias ―en especial del Fauvismo― en la Hungría de comienzos del XX,
Berény crea una obra dinámica, llena de fuerza y movimiento: un auténtico imán
para la mirada. Como me sucede siempre frente a los cuadros que representan a
músicos, juego a imaginar la melodía emanada de la interpretación de esta mujer
de rojo. ¿Es necesario decir que está llena de pasión?
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