LOS CUADROS DE MAYO (2017)


Discouraged workers es el expresivo título original de este cuadro del pintor estadounidense Ben Norris (1910-2006). En efecto, sus protagonistas rezuman desaliento, desánimo, abatimiento: frente a un escenario de dimensiones desmesuradas, las pequeñas figuras humanas se mueven encorvadas, en solitario o en parejas, como ayudándose en el duro oficio de seguir adelante. En contraste con ellas, la maquinaria industrial que parece ir a engullirlas a todas es un prodigio de magnificencia y verticalidad; sus ángulos están nítidamente trazados, sus piezas encajan a la perfección, sus chimeneas se alzan hasta el infinito. Es un paisaje inhumano y vertiginoso, al que no cabe más que rendirse y obedecer con la cabeza gacha. Este cuadro de colores vibrantes y pinceladas vigorosas fue creado en 1936, en pleno periodo de entreguerras, en medio de una cruel crisis económica que condenó a miles de trabajadores a la sumisión y la miseria. Apenas apagados los ecos de las marchas del pasado Día del Trabajador, se me antoja que el mensaje del artista sigue pleno de validez y oportunidad: la dureza de las condiciones laborales, la existencia de un engranaje despiadado que ignora el elemento humano y la presencia triste y digna del obrero que, aun abatido, prosigue su camino sin rendirse.

Toda la delicadeza de las estampas japonesas se encuentra en este cuadro del pintor estadounidense James McNeill Whistler. Como sucede en el caso de muchos artistas del XIX, Whistler vuelve la mirada hacia Extremo Oriente, cuyas producciones toma como modelo e inspiración. Su título, un punto de encuentro entre lo pictórico y lo musical: Variaciones en violeta y verde. El cuadro tiene, en efecto, un carácter etéreo, impreciso, a medio camino entre lo puramente visual y la indeterminación de otras artes menos tangibles. El paisaje está creado a base de pinceladas amplias, de extremada libertad y eficacia; con muy pocos elementos (la zona central del cuadro está prácticamente vacía), el pintor consigue crear la impresión luminosa y acerada de la superficie del agua. Es en la parte inferior donde se concentran los detalles, en las tres figuras femeninas y en las florecillas blancas que escalan el lateral como si de un adorno se tratase. A mí la atención se me quedó prendida desde el primer instante en la figura de perfil situada a la derecha. Exquisita, trazada con primor en los detalles de su peinado y de su vestimenta, esta mujer que mira al horizonte tiene la elegancia de las figuras pintadas sobre seda del arte japonés, pero también la dulzura de las damas del Quattrocento. Es en ella en quien se concentra el trabajo demorado y amoroso del artista, que la singulariza en medio del entorno vago y de contornos imprecisos, igual que sucede en la vida con aquella persona que es el objeto de nuestro afecto.


Con su ternura habitual, Giotto nos deja esta personal visión de la Última Cena en la hermosa decoración realizada para la Capilla de los Scrovegni en Padua. Es curioso que nunca antes haya traído a esta sección a un pintor que me inspira especial afecto; dicha ausencia se deriva quizá de haber considerado, de forma inconsciente, que a Giotto hay que disfrutarlo en vivo: la enorme distancia que media siempre entre la obra pictórica contemplada al natural o a través de sus reproducciones se acentúa en este caso por los encantadores entornos en los que este artista fue sembrando los eslabones que componen su impresionante legado. No he tenido la suerte de visitar la Capilla de los Scrovegni y, pese a lo que acabo de afirmar, me cuesta concebir que pueda resultar aún más bella de lo que las reproducciones me la muestran: hay límites que parece imposible traspasar. Entre las deliciosas pinturas que decoran sus paredes, me quedo con esta peculiar representación de la Última Cena con la figura de Cristo desplazada de su habitual puesto en el centro. Un Giotto entusiasmado con la novedad de la perspectiva ensaya posibilidades hasta la extenuación, en este caso, con las figuras de los cinco discípulos que dan la espalda al espectador y cuyas partes inferiores asoman por debajo del banco, en un notable ejercicio de profundidad. ¿Y qué decir del enternecedor gesto afectuoso de San Juan, recostado sobre el pecho del Maestro? Giotto tiene una mezcla de dominio formal y de candor que lo hace irresistible para mí. No se me ocurre otro artista que me inspire similares sentimientos de calidez y simpatía, a excepción, claro está, de Fra Angélico.


La larga vida del pintor británico Cedric Morris (1889-1982) estuvo marcada por el amor a la naturaleza. Su biografía hace referencia a su doble condición de artista y de experto en jardinería, duplicidad que se refleja en cuadros como este, titulado Flores de primavera. Morris tiene una sensibilidad exquisita para combinar elementos del mundo vegetal y crear composiciones alegres y armónicas. Sus obras de motivos florales dan la sensación de ser fruto de una larga y amorosa contemplación, pero también de haber sido sometidas a una reelaboración personal. No hay nada en ellas del realismo ramplón que con tanta frecuencia caracteriza este tipo de cuadros. Estas Flores de primavera me parecen un tapiz creado con imágenes extraídas de fuentes diversas: se despliegan en el mismo lienzo, frente a nuestra mirada, pero han sido recogidas pacientemente por su autor a lo largo de muchos años de contacto y aprecio de la naturaleza, y habitan más en su recuerdo que en el mundo material. Son un compendio, hermoso y colorido, de muchas primaveras.

Comentarios

  1. ¡Hola! ¡Nuevas seguidoras! ^_^ Nos encanta la pintura contemporánea y descubrir obras y pintores nuevos ¡Nos quedamos por aquí! Un saludo.
    Marta y Laura.

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    1. Como habréis visto, aquí hay hueco para la pintura contemporánea..., pero también para la clásica. Me encanta contribuir al descubrimiento de pintores que con frecuencia me han descubierto a su vez colegas blogueros. Es una cadena maravillosa. Bienvenidas a ella, Marta y Laura.

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