LECTURAS DE LA PASADA PRIMAVERA (2017)
Los
relatos que componen este libro de Fernando Aramburu son pinceladas que
conforman un fresco desolado y brutal; tragos amargos ―ya lo dice el título― de
un líquido que, bebido de golpe, nos cortaría la respiración. Estos retazos de
realidad están tomados desde distintas perspectivas. Para el que no lo haya
adivinado ya, diré que Aramburu aborda el problema del País Vasco, y lo hace
poniéndose en la piel, en los ojos y en la voz de personajes de variado pelaje:
el policía asesinado y su familia, la madre del preso que debe recorrer media
España para visitar a su hijo, los niños que juegan a ser etarras y a hacer
atentados con cochecitos de juguete, el sospechoso de delación que es objeto
del más cruel linchamiento por parte de sus paisanos. Pero no nos engañemos
pensando que esta multiplicidad de puntos de vista entraña indiferencia o
ecuanimidad en el reparto de responsabilidades: se nota bien a las claras la
ira del narrador contra los que esgrimen la violencia, los cobardes que apoyan
el terror con su silencio, los enquistados en un orgullo que no atiende a
razones. El miedo, el fanatismo, los viejos rencores, la desolación y la
pérdida recorren estas páginas implacables, escritas con impresionante
concisión estilística y con admirable valentía. Cuesta reponerse de la lectura
de algunas de ellas. Los peces de la
amargura es una dolorosa constatación de la capacidad del ser humano para
infligir daño a sus semejantes. También lo es de su talento para analizar la
realidad con lucidez y utilizar incluso lo más oscuro ―lo más amargo― para
crear arte.
La
amistad entre un niño solitario y el perro de sus vecinos es un punto de
partida entrañable que, sin embargo, de la mano de Pierre Lemaitre sirve para
activar el mecanismo infernal en el que se verá atrapado el protagonista de
esta novela. Como indica su título, se trata de la historia de tres días que
marcan de forma inexorable el resto de la vida de una persona. No hay huida
posible, pese a los constantes cambios de rumbo a los que somete este maestro
de la sorpresa a su trama, a sus personajes y, por consiguiente, al lector. Que
nadie cometa el error de pensar que nada está hecho o decidido hasta la línea
final: Lemaitre siempre va a decir la última palabra. Yo me la he leído casi de
un tirón (si este fin de semana no hubiera tenido una hora menos por el cambio
horario, tal vez lo habría conseguido). En mi opinión, los médicos deberían
recetar las novelas policíacas de este autor para combatir los estados de
ansiedad. No hay disgusto que se resista a las absorbentes tramas de este mago:
salvo casos de extrema gravedad, las preocupaciones propias se diluyen en
comparación con los implacables engranajes que rigen las peripecias de sus
protagonistas.
Empiezo
la casa por el tejado y tomo contacto con el detective creado por Ramiro
Pinilla a través de la última novela de la trilogía por él protagonizada. No es
un problema: ya estaba en antecedentes de la peculiaridad de este investigador,
el librero Sancho Bordaberri, que cuando se produce un crimen se viste una
gabardina, se cala un sombrero y se transforma en Samuel Esparta, detective con
resonancias del Sam Spade del maestro Hammett. Esparta no se encuentra solo en
sus aventuras, ya que lo secunda la encargada de su librería, convenientemente
metamorfoseada en esa proverbial secretaria fiel y eficaz que tiene todo
detective clásico que se precie. Estos dos personajes de novela negra americana
transplantados al País Vasco de la dictadura investigan en Cadáveres en la playa un antiguo crimen que hunde sus raíces en la
Guerra Civil. Es difícil ser original en el transitado campo de la novela
policiaca; Ramiro Pinilla lo consigue con un constante vaivén entre realidad y
literatura, entre las pasiones humanas que conducen a un asesinato y la
fabulación de un protagonista que juega a reinventarse a sí mismo y a los demás
como personajes de ficción.
Abrir
una librería en una localidad pequeña en los duros años de la posguerra
española es un acto a medio camino entre la valentía y la excentricidad. Pero
es que quien lo lleva a cabo, Sancho Bordaberri, no es un personaje el uso.
Enamorado de la novela negra y escritor rechazado una y otra vez por las
editoriales, este joven poco dotado físicamente para la acción descubre que las
palabras y las tramas de sus novelas fluyen en su cerebro en cuanto se enfrenta
a un caso real y se transforma él mismo en investigador. Surge así el más
quijotesco de los detectives, Samuel Esparta, que vive a medias entre su
condición de criatura de ficción y sus raíces en una realidad que escarba para
dejar al descubierto viejos crímenes. Al igual que don Quijote se codea con
arrieros y mozas de mesón en lugar de caballeros y doncellas, a Esparta lo
rodean falangistas, maestros rurales y esposas sumisas en lugar de gánsteres y
mujeres fatales; igual que al hidalgo manchego lo cuidan con solicitud su ama y
su sobrina, nuestro detective librero vive con una madre anciana y una hermana
que se desvive por él, pero nada de esto le impide sentirse audaz, cínico y
duro como un nuevo Philip Marlowe. Como le dice un personaje al que encuentra
en el curso de sus investigaciones: «No sólo
escribes la realidad sino que vives en ella». En su primera investigación, el debutante Samuel
Esparta se enfrenta a una historia antigua y terrible. Diez años atrás, alguien
que salió impune encadenó a unos gemelos a una roca y los abandonó a merced de
la marea creciente. La imagen de los hermanos enfrentados a una misma muerte
que finalmente esquiva a uno de ellos es de una fuerza brutal: idénticos, como
dos mitades de un todo, ahogándose uno y sobreviviendo el otro en el momento
final; resulta inevitable pensar en esa España dividida en dos que por aquellos
años se precipitaba hacia su hundimiento, y de la que sólo saldría a flote una
mitad, a costa de la otra.
Empecé
a leer La uruguaya una mañana de las
recientes vacaciones y, cuando quise darme cuenta, había llegado la hora de
comer. Eso no me entretuvo más de lo indispensable; en cuanto pude retomé la
lectura y la llevé de un tirón hasta su final. Me resultaba imposible abandonar
las peripecias de Lucas Pereyra, el cuarentón argentino en crisis total (archicrisis, diría yo: física,
sentimental, económica y familiar) que atraviesa el Río de la Plata para viajar
a Uruguay como quien se adentra en la tierra de promisión, con la esperanza de
solucionar sus maltrechas finanzas y de llevar a buen término su postergado
encuentro amoroso con una veinteañera. Pedro Mairal tiene el don de narrar, y
también el de ahondar en la psicología de su personaje y hacerlo a la vez
tierno, ridículo y creíble. El lector sufre con él, se ríe de y con él, siente
a un tiempo los impulsos de prevenirlo, vapulearlo y protegerlo. A este iluso
que se interna sin dudar en la boca del lobo es fácil quererlo como a un amigo
cuyos desvíos vitales enternecen y preocupan. Y todo ello, envuelto en un
lenguaje dinámico, coloquial, lleno de hallazgos, que no entorpece la acción ni
las reflexiones del protagonista, sino que aporta expresividad y brillantez a
esta historia sobre el hundimiento de los grandes conceptos (la pareja, la
familia, las responsabilidades de la vida adulta) y sobre la posibilidad de
asirse a las pequeñas cosas para salir a flote de los naufragios personales.
Como dice el personaje central: «Si no podés con la
vida, probá con la vidita».
Memorable.
Cada
cierto tiempo, me viene bien regresar a Javier Marías, a su prosa lenta, de
largos periodos, a sus reflexiones circulares y envolventes. Marías es un
novelista que nos obliga a cambiar nuestra actitud de lectores modernos y
acelerados: hay que acercarse a sus obras sin prisas, con la intención de
degustar la cadencia de las palabras, de dejarse arrastrar por los pensamientos
que dan vueltas y vueltas al tema central, de un modo casi hipnótico. Los enamoramientos parte del sugerente
planteamiento de la observación de las vidas ajenas. Una mujer que frecuenta
una cafetería cercana a su trabajo coincide cada mañana con un matrimonio que
acude a desayunar antes de afrontar el día por separado. Ese hombre y esa mujer
desconocidos parecen encarnar el ideal de pareja enamorada y atraen la atención
de la narradora-protagonista. Lo que ésta ve, lo que deduce, lo que imagina,
son la base de la historia, hasta que un brutal aldabonazo destruye esa
cotidianidad y esa distancia y la que es una simple observadora pasa a verse
implicada en la acción. Los
enamoramientos habla, como sería esperable dado su título, del impulso
ajeno a la razón que nos empuja a amar a alguien, así como de los límites que
estamos dispuestos a traspasar, de los actos innobles que somos capaces de
realizar y de consentir, en nombre de ese sentimiento. Pero también reflexiona
sobre el tema de la muerte, sobre el dolor insoportable de la pérdida que poco
a poco se mitiga, sobre la capacidad humana para olvidar y colocar a los
muertos queridos al otro lado de una línea, en un punto inalcanzable de donde
no debe traerlos de vuelta el recuerdo, la añoranza ni el remordimiento.
Ian
McEwan es un escritor dotado del don nada común de no parecerse a sí mismo y de
reinventarse continuamente. No sé si tendrá algo que ver con ello el hecho,
constatable en su bibliografía, de que McEwan escapa a esa odiosa tiranía que
parece dominar a un creciente número de autores y que consiste en tener que
producir un libro por año. Sea como sea, sus obras solo tienen en común la
eficacia de su prosa y el hecho de que el lector no sabe lo que se va a
encontrar a la vuelta de cada página. Y no hablo de golpes de efecto ni de
sorpresas tramposas; me refiero a que sus tramas nunca evolucionan hacia lo
fácil ni lo esperable, pero aun así, están dotadas de una lógica rigurosa que
las sostiene. Cuando uno lee las sinopsis de La ley del menor que proliferan por la red, se encuentra con dos
elementos fundamentales: un esposo en la madurez que pide permiso para vivir
una aventura extramatrimonial y una esposa absorbida en la apasionante labor de
juzgar casos en los que hay menores implicados. Es verdad que esa es la base
que anima los primeros capítulos de la novela, pero en seguida esta deriva
hacia otros territorios más jugosos: la confrontación entre la equilibrada y
eficaz jueza protagonista, en pleno terremoto en su vida personal, y un
personaje emergido de uno de los múltiples casos que aquélla afronta en su
trabajo diario. Contar más sería estropear una lectura absorbente e imprevisible.
Puro McEwan, en definitiva.
Nada
más terminar El adversario (mi primer
contacto con la obra de Emmanuel Carrère), volví a iniciar su lectura. Es
habitual en mí repasar los libros que van a servir de base a la tertulia de mi
club de lectores, pero en este caso había algo más que me impedía salir del
mundo asfixiante de Carrère. Estaba atónita e impresionada. Había realizado un
viaje terrible al interior de una personalidad humana en las antípodas de lo
que consideramos la normalidad y, sin embargo, nada de lo que se me había
narrado en esas páginas contundentes me resultaba ajeno y me costaba salir para
dirigirme hacia territorios más hollados. Supongo que no soy nada original si
afirmo que asomarme a la psicología del personaje protagonista, en el cual un
espacio en blanco parece sustituir a las pulsiones que consideramos normales,
me ha producido una sensación de vértigo similar a la lectura de El extranjero de Camus. La peripecia
vital de Jean-Claude Romand, un aparente triunfador que ha cimentado su carrera
profesional y personal sobre una gigantesca mentira y que sólo encuentra como
salida el más monstruoso de los crímenes, es relatada por Carrère con valentía
y un talante impertérrito que lleva inevitablemente a pensar en A sangre fría de Truman Capote. Cuesta
volver de este viaje a los entresijos del alma humana, en el cual el deseo
fundamental del lector, por una vez, es el de no reconocerse.
Esta
novela de Emmanuel Carrère no podría titularse de otra forma. La confusión, la
incertidumbre y el horror absolutos se abren paso en la existencia del
protagonista de la mano del elemento más prescindible de su apariencia física:
el bigote que le ha acompañado durante la mayor parte de su vida adulta. En
efecto, como suele suceder en las grandes tragedias de los tiempos modernos, en
las que el espanto se agazapa tras la cotidianeidad, la historia empieza con
una acción sin importancia, la decisión del protagonista de afeitarse. Pero
dicha acción banal cobra una importancia desmesurada cuando ni su mujer, ni sus
amigos, ni sus compañeros de trabajo notan la diferencia. A partir de ahí, todo
es una cuesta abajo: la fe en sus allegados y su concepto de sí mismo se
tambalean, la existencia que creía conocer le resulta ajena, su rutina adquiere
tintes de pesadilla. Esta novela es una bajada a los infiernos narrada con el
pulso firme e implacable habitual en su autor. Perturbado e incómodo, al lector
no le queda otra opción que leerla de una sentada.
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