LECTURAS DEL PASADO INVIERNO (2017)

En los últimos meses me habían llegado tantas referencias de Lucia Berlin, que llegué a temer que leerla fuera una desilusión, pero unas pocas líneas de Manual para señoras de la limpieza bastaron para ahuyentar esa posibilidad. No sé si les ocurrirá lo mismo a los numerosos lectores que se hacen lenguas de esta escritora desde su reciente redescubrimiento, pero yo me reconozco una y otra vez en las sucesivas voces que suenan en sus relatos: en algunos casos, porque sus experiencias son similares a las mías (destaco en este sentido el maravilloso El Tim, que narra la confrontación entre una profesora y un alumno difícil); en otros, porque se detienen en aspectos de la realidad que llaman mi atención (¿a alguien más le resultan fascinantes esas lavanderías que relucen con su misteriosa iluminación, con una máquina funcionando sin que nadie parezca esperar la ropa solitaria que da vueltas y vueltas en el tambor?). Los relatos que componen este volumen están sembrados de detalles que los conectan entre sí: los ambientes recurrentes ―los colegios, las urgencias de un hospital, los complejos turísticos de México, las terapias de desintoxicación― se van alternando y nos preparan para la aparición de personajes conocidos, a los que varios relatos atrás vimos en otros momentos de sus vidas y a los que reencontramos ahora en situaciones muy diferentes sin que se nos dé explicación alguna al respecto. La que fue niña reaparece como mujer madura; la mención de un nombre nos trae ecos de historias anteriores que a veces no somos capaces de precisar, como sucede con los recuerdos de nuestra propia vida. Lucia Berlin crea así un mundo circular, absorbente, claustrofóbico, un conjunto de vasos comunicantes del que resulta imposible escapar y en el que están resumidos todos los sentimientos y emociones posibles. Saber que son comprendidos por otros muchos lectores me hace sentirme un poco más acompañada.

Hace un par de meses leí El elefante desaparece, un libro de cuentos de Murakami. El relato que abre el volumen lleva el curioso título de El pájaro que da cuerda y las mujeres del martes. Es una historia sugerente, en la que se trazan líneas que quedan en el aire, en la que el lector tiene la sensación de asomarse apenas a la superficie de un mundo denso y extraordinario. Y es, como sin duda muchos habrán adivinado, el germen de la novela Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Aquel primer contacto con Tooru Okada y sus sucesivos encuentros con una serie de personajes enigmáticos que hacen que su vida derive hacia lo inesperado me dejó con unos profundos deseos de saber más. Después del baño de realidad experimentado en estos últimos días de la mano de Lucia Berlin, necesitaba definitivamente sumergirme en el sorprendente universo de Murakami. Y aquí estoy, en pleno y gozoso chapuzón. Apenas consumidas las primeras doscientas páginas, no salgo de mi asombro. Me quedan otras quinientas para ―no me cabe duda― subir unos cuantos escalones más en el desconcierto y la fascinación.

«La carne está triste y ya he leído todos los libros», dijo Mallarmé al final de su no muy larga vida. Y Françoise Sagan: «He amado hasta la locura, y eso, lo que llaman locura, es para mí la única forma sensata de amar». Son dos de los escritores con los que se identifica Soledad, la protagonista de esta novela llena de pasión y de referencias literarias. Culta, elegante, hecha a sí misma, pasional hasta el desequilibrio, no integrada en ninguno de los mundos que orbitan a su alrededor, Soledad es una mujer llena del ímpetu de la juventud y atrapada en un cuerpo que se inclina inexorablemente hacia el declive. Como dice de ella su autora, es víctima del «desconsuelo de haber alcanzado los sesenta años, cuando por dentro seguía teniendo dieciséis». Para mí ha sido muy fácil identificarme con este personaje a la vez frágil e imparable, que, en un juego de espejos, a su vez busca encontrarse a sí misma en una larga serie de “escritores malditos” cuyas atormentadas biografías son el centro de su vida profesional. El de su vida personal se llama Adam y está separado de ella por casi tres décadas. Dominada por una atracción que sólo puede conducirla al dolor, Soledad se siente ella misma uno más de esos seres marginales que son el objeto de su estudio y que con sus tormentosas trayectorias vitales pueblan estas páginas que hablan del amor, de las obsesiones, de los años que se escapan, del doloroso gozo de sentirse vivo.

Tras alguna interrupción obligada, he vuelto a sumergirme en el universo opresivo de esta novela de Murakami. Se diría que estoy, como su protagonista Tooru Okada, encerrada en un pozo del que no consigo salir. Crónica del pájaro que da cuerda al mundo es una novela oscura, obsesiva, que avanza de forma circular. Su personaje central está perdido, intenta comprender las razones de que su vida se haya desmoronado, y nosotros caminamos de la mano con él en busca de una salida que nunca llega. Los lectores habituales de este novelista sabemos de sobra que Murakami no suele dar demasiadas explicaciones sobre los elementos extraños que pueblan su universo narrativo. Lo curioso de esta Crónica… es que lo inexplicable no es tanto ese elemento irracional e inquietante ―como seguidora de Murakami, será que estoy ya acostumbrada― como los pasajes de un realismo escalofriante en los que se retratan la guerra y las simas de crueldad que en ella alcanza el ser humano. Estoy dispuesta a admitir con naturalidad que los personajes de Murakami salten de un espacio o de un tiempo a otro sin que medie razón física alguna, pero me resulta imposible asumir la cruda brutalidad de las viejas historias bélicas que se intercambian. Es, con mucho, la novela más negra que he leído de este autor. Se me ocurre también que ha coincidido con un tiempo complicado para mí y eso me hace vivirla con especial angustia. (Estoy segura de que Murakami lo interpretaría al revés: este pájaro suyo está marcando desde sus páginas el ritmo abrupto y vertiginoso de mis días.)

No es fácil salir de Murakami. Para hacerlo, elijo un libro que hasta ahora suponía una gran laguna en mis lecturas: la archiconocida Seda de Alessandro Baricco, que no conocía pese a haber leído ―y disfrutado― otras obras de su autor. Como sucede con frecuencia en Baricco, esta novela se sitúa en un plano entre lo poético y lo fabuloso; sus personajes están contemplados desde fuera por su creador, que los retrata con unas breves pinceladas de intenso lirismo que nos permiten verlos, pero no atisbar sus auténticos sentimientos e intenciones. También el espacio y el tiempo están teñidos de la pátina de lo irreal: por más concretos que sean ―la Francia y el Japón de la segunda mitad del XIX, así como ese periplo preciso y explícito que el protagonista recorre una y otra vez por tierras alemanas y austriacas, la estepa rusa, los Urales, Siberia, el río Amur y el océano―, al lector siempre le parece estarse adentrando en una antigüedad indeterminada, en un territorio mágico. Este protagonista que viaja de Francia a Japón por motivos comerciales es Hervé Joncour, un tipo lacónico a quien le va «lloviendo su vida frente a sus ojos» en la población francesa en la que habita, pero que al llegar al extremo del mundo se encuentra con el más misterioso de los personajes de Baricco, una mujer occidental cuya identidad desconoce, con la que no comparte más que miradas y alguna prenda de vestir intercambiada furtivamente, y que sin embargo encarnará la pasión ―más exacerbada cuanto más imposible― de la que carecen sus apacibles días en Francia. Esta desconocida solo le brindará unos pocos encuentros silenciosos y un breve mensaje escrito en los, para Joncour, incomprensibles caracteres de su lengua: «Vuelve, o moriré». No se puede decir más con menos. Sólo Baricco podía lograrlo.

«Vamos a llamar a ese joven Jean Dézert». Así, como si lo tuviéramos delante y nos lo señalara, comienza el autor de esta novela breve y sorprendente la descripción de su protagonista. Un autor, Jean de La Ville de Mirmont, para mí desconocido hasta ahora, igual que lo sería su obra Los domingos de Jean Dézert de no mediar la reseña de un colega bloguero al que ―una vez más― quedo agradecida por este descubrimiento. Pero volvamos al héroe de nuestra historia. Como un Gregor Samsa antes de su transformación en insecto, Dézert es un tipo metódico, ordenado, gris, con una vida blindada frente a la sorpresa. Pero también, como un nuevo Bartleby, parece dotado de una singular firmeza que lo ancla en sus elecciones personales y sus rutinas, que lo aparta de sus semejantes y lo sitúa en un terreno privado, al margen de las ambiciones y deseos del común de los mortales. Con un lenguaje exquisito, Jean de La Ville nos relata las evoluciones de este antihéroe de los tiempos modernos, en especial en su paraíso particular de los domingos, y su encuentro con una figura femenina que dinamita los cimientos de su equilibrio personal. Uno de los grandes atractivos de la edición de Impedimenta es la inclusión del prefacio escrito por François Mauriac, que mantuvo una estrecha amistad con Jean de La Ville, obligadamente breve a causa de la muerte de este último. Este prefacio, emocionante evocación de la figura del amigo muerto y canto al poder de la palabra, es una obra de arte en sí mismo y nos informa de que, si Jean Dézert es todo un personaje, no lo era menos su creador.

Conocí a Erri De Luca hará un par de meses, a través de un programa de televisión, y quedé fascinada y avergonzada a partes iguales. Resulta que este maravilloso engarzador de palabras, este mago de la evocación, es uno de los escritores italianos más leídos y yo no conocía siquiera su existencia. Me apresuré a compensar esa carencia y cayó en mis manos su novela breve ―por lo que sé de él, todas lo son― Los peces no cierran los ojos. Erri De Luca es, por encima de todo, poeta, y se nota en la belleza de su prosa, en su capacidad para crear fórmulas breves, hermosas, contundentes, que poseen una enorme capacidad de emocionar. En Los peces no cierran los ojos, el escritor se sitúa en el territorio fronterizo de los diez años: ese momento de la vida en que por primera vez la edad se escribe con dos cifras y en el que tanto la infancia como la condición de adulto parecen encontrarse a una distancia insalvable. Cincuenta años después, De Luca pasa revista a sus recuerdos, a la relación con su madre y con su padre ausente, a la presencia arrolladora de su hermana, a los primeros contactos con el universo femenino y con la hostilidad de los de su sexo. Todo ello, situado en el territorio mágico del verano y de una pequeña isla cercana a Nápoles, su tierra natal. Porque de todos es sabido que los veranos de la infancia y adolescencia tienen una duración especial. Durante su trascurso, parecen ser eternos, y una vez que terminan, su recuerdo dura toda la vida.

«Comprendí que no, que la vida sin él (sin los hombrecillos en general) sería como una tienda sin trastienda, como una casa sin sótano, como una palabra sin significado, como una caja de mago sin doble fondo». Así se refiere el narrador de esta novela a su relación con los misteriosos seres que lo rodean desde la infancia y que, ya en su edad madura, lo sorprenden fabricando una réplica suya exacta y diminuta. Ese hombrecillo que es parte de él y con el que establece una intensa comunicación tiene, sin embargo, una personalidad marcada por todos los rasgos que nuestro protagonista ha ido reprimiendo a lo largo de su vida: es voraz, borracho, descarado, indiscreto, excesivo y amoral; vive para dar rienda suelta a sus instintos sin detenerse frente a norma o constricción alguna. El protagonista se ve así, como una moderna versión del doctor Jekyll o de Dorian Gray, frente a un ser en el que se reúnen todos los aspectos de sí mismo que ha querido olvidar en su ya larga trayectoria de hombre culto y moderado. Esta reflexión sobre el lado oscuro que subyace a nuestra figura pública la realiza Juan José Millás con humor y desenfado, dando rienda suelta ―él también― a una imaginación desenfrenada y liberadora. El profesor emérito y su trasunto, el hombrecillo capaz de todo con tal de disfrutar, forman una pareja divertida, carente de la trascendencia de los personajes clásicos que he mencionado antes, pero que también nos invita a pasar revista a lo que mostramos y lo que ocultamos en nuestro trato con los demás.

De igual forma que está bien que la vida o las personas nos sorprendan, tiene su atractivo alejarse de vez en cuando de aquellas lecturas que se adecúan a nuestros gustos (y que tienen por ello el éxito casi asegurado) para afrontar otras situadas en terrenos menos confortables. Contrariar nuestros hábitos lectores es un acto que requiere sacudirse la pereza y prepararse a vivir situaciones incómodas, a saber: la incomprensión, el desconcierto, la perplejidad, cuando no la absoluta zozobra. Yo las he experimentado todas, junto con otras bastante más agradables (la sorpresa, la admiración y hasta el deslumbramiento), cuando por fin me he decidido a adentrarme en los para mí poco hollados territorios de la ciencia ficción, de la mano del maestro Stanislaw Lem y su Ciberíada. Las evoluciones espaciales de los dos robots constructores Trurl y Clapaucio son un reto constante al ingenio, a la imaginación y a la capacidad de reflexionar del lector. Hay en sus aventuras mucho de humor, una buena dosis de alusiones científicas que es fácil que se le escapen al lector medio, pero también un punto del clasicismo de los relatos fabulosos de toda la vida, que arrojan luz sobre los grandes conflictos del ser humano: las ambiciones personales, la sed de conocimiento, la imposibilidad de ser feliz, los límites del altruismo. Lo atractivo de este conjunto de relatos es que, cuanto más extravagantes son sus personajes y más rocambolescas sus alusiones a la ciencia, más encontramos en ellos un reflejo de nosotros mismos.  

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