LA MARIPOSA Y EL COLIBRÍ

El que lee novelas se encuentra con cierta frecuencia con episodios de su propio pasado contados por otro. Es una experiencia reconfortante: por muy solo o distinto que uno se pueda llegar a sentir, siempre hay algún personaje de ficción ―y, por ende, un creador de carne y hueso detrás de él― que ha cometido los mismos errores, sentido los mismos impulsos, caído en idénticas tribulaciones. Es lo grande de la narrativa. Nos ayuda, como dice Amos Oz, a entender a los demás, pero también a entendernos a nosotros mismos.

El episodio de mi pasado al que me voy a referir hoy es una anécdota sin trascendencia alguna y que, sin embargo, permanece en mi recuerdo con singular fijeza al cabo de los años. Tal vez porque está asociado a una época de rutilante felicidad. Era yo muy joven y estaba de viaje en inmejorable compañía; por si aquello era poco, me rodeaba un paisaje verde en plena eclosión: había salido el sol después de la lluvia. Estaba yo inmersa en la vegetación y exultante de alegría, cuando mis ojos se posaron en un ser volador detenido en el aire frente a unas flores, como eligiendo la que le resultaba más apetecible. Me pareció que en aquella criatura singular y nunca antes vista por mí se encarnaba todo el gozo de aquel instante. Exclamé, alborozada: «¡Un colibrí!». Mi acompañante, que me seguía de cerca, comprendió mi error al primer vistazo y me sacó de él cariñosamente. «Es un abejorro», me explicó con una sonrisa.

Hace algo más de un mes, me encontré con un pasaje parecido en la novela Los domingos de Jean Dézert, del escritor Jean de La Ville de Mirmont. El protagonista, un tipo gris y ordenado hasta lo patológico, conoce en el zoo a una muchacha enamorada de los animales con la que traba conversación. Son dos polos opuestos: lo que en él es método y cautela, en ella es imprevisión y constante cambio. El narrador presenta el contraste entre ambos con un sencillo episodio que los retrata a la perfección:

«―¡Una mariposa! ―exclamó Elvire al ver un insecto en su manga.
―Es una polilla ―dijo Jean Dézert. (Ya sabemos que no tiene imaginación.)»

Me emocionó la coincidencia. Me vi feliz, joven e ilusa, creyendo encontrar un ave, por arte de magia, a miles de kilómetros de su entorno natural. Me vi, como la Elvire de la novela, en plena ebullición y completamente desorientada. Eso sí, mi acompañante no era, como afirma Jean de La Ville, una persona sin imaginación. Más bien es que yo tenía demasiada.

Comentarios

  1. Bellísimo texto para un hermoso libro. Enhorabuena.

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  2. Doblemente gracias, Rubén. Por tus amables palabras y porque fue una reseña de tu blog la que me acercó a este novelista al que no conocía.

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