MIS FOTÓGRAFOS (XIII)


Un hombre y un niño se presentan ante nuestra mirada a través del doble tamiz del objetivo y de la ventanilla del vehículo en el que viajan, en una escena intimista, nocturna y evocadora: se trata de una de las imágenes que componen la serie titulada Ausencias, del fotógrafo Manuel Jesús Pineda. Es la primera oportunidad que tengo de incluir en esta sección la obra de un autor al que conozco personalmente, lo cual es para mí motivo de orgullo y quizá también de cierta responsabilidad; por una vez, mis comentarios sobre un artista no van a caer con total libertad, al margen de la opinión de la persona que los suscita. Ausencias es una serie compuesta por fotografías muy emocionantes, con un intenso poder de sugerencia. Recogen imágenes de viajeros, solos o en grupo, vistos a través del cristal del medio de transporte en que se desplazan, con frecuencia mojado por la lluvia o cubierto de vaho. Son figuras aisladas, pensativas, detenidas en esa tierra de nadie que es el trayecto entre dos puntos, en ese tiempo muerto que nos obliga a la inacción y al repliegue en nosotros mismos. Me ha costado mucho elegir una que sirva de muestra y finalmente me he dejado llevar por el impacto que me causó en una visión inicial la que encabeza estas líneas. La profunda oscuridad de la que emergen los dos perfiles iluminados otorga a estos una extraordinaria trascendencia: hay algo simbólico en ese hombre maduro que mira al frente con expresión concentrada y en el niño abstraído en una actividad que solo podemos imaginar; nos parecen un padre y un hijo que afrontan juntos el futuro, el primero con reflexiva firmeza, y el segundo dejándose llevar, con la despreocupada confianza de los pocos años. O tal vez se trate de una metáfora de dos momentos muy distintos de ese viaje que es la vida. Como sucede con frecuencia en las fotografías de Manuel Jesús Pineda, se nos antoja que algo de la condición humana queda prendido en la cuidada composición, en la hermosa expresividad de su blanco y negro.

Desde muy joven siento una enorme atracción por los objetos viejos, por los lugares que han dejado de estar habitados y las historias y pulsiones humanas que parecen haberse quedado enredadas en ellos. Para mi fortuna, hay un buen número de fotógrafos que han encontrado un motivo de inspiración en estos asuntos. Uno de los casos más llamativos es el del alemán Matthias Haker, que ha reunido bajo el título de Decadencia una amplia serie de imágenes que reflejan la huella del tiempo en edificios abandonados, deteriorados por el paso de los años y las inclemencias, invadidos por la vegetación. Este reflejo de un mundo en ruinas se lleva a cabo, por contraste, con un estilo voluntariamente artificioso, con una saturación del color, un cuidado escrupuloso de la iluminación y una preparación del lugar como si de un escenario teatral se tratase. Me ha costado elegir una sola de sus hermosas y sugerentes fotografías. La que encabeza estas líneas tiene toda la misteriosa animación de un espacio vacío que parece, sin embargo, habitado por fuerzas que escapan a nuestra limitada capacidad de visión. En esta mansión que sin duda fue esplendorosa en su momento, las sucesivas puertas abiertas conducen a una silla sin asiento ni respaldo: parecen el camino abierto a un huésped fantasmal que ocupa de vez en cuando su antigua posición de poder, recordando tiempos mejores. 


Viendo una reciente exposición dedicada a la figura de Robert Doisneau, me di cuenta de que no había incluido hasta ahora ninguna de sus fotografías en esta sección. Hay veces, como esta, en que a los grandes maestros se les da por supuestos. Elijo para corregir esa omisión una obra no muy conocida, que responde al título de Tres niños de blanco y que a primera vista parece apartarse del rasgo más llamativo del gran fotógrafo francés: la preponderancia del elemento humano captado desde un punto de vista entrañable y jovial. Aquí el centro de atención está ocupado por una elegante escultura; a juzgar por las manchas de la piedra, la dama en ella representada lleva largos años habitando en medio de la espesura del jardín. La presencia humana tan querida a su autor, y que se anuncia desde el título, exige un ejercicio de atención mayor para reparar en las tres figuritas blancas que se alejan por el sendero cubierto de hojas secas. Las siluetas infantiles pasarían tal vez inadvertidas de no ser por la prodigiosa iluminación, que les confiere un brillo especial en medio de la solemne oscuridad del parque.  Hay algo del ambiente de un cuento de hadas en estos pequeños encapuchados que parecen adentrarse por primera vez en la aventura de la vida. De espaldas a ellos, pero adivinando sus movimientos, la mujer de piedra medita, recordando tal vez evoluciones similares de generaciones ya perdidas. 


El fotógrafo canadiense Gregory Colbert es un creador de sorprendentes imágenes en las que humanos y animales conviven en una armonía que algunas veces, como sucede en este caso, presenta tintes oníricos. Esta fotografía del muchacho y el ave pertenece a un conjunto multidisciplinar titulado Snow and ashes, en el que Colbert, que es también cineasta y escritor, preparó cuidadosamente el ambiente y la actitud de sus modelos para conseguir escenas con un fuerte componente literario: evocadoras como un verso, subyugantes como el inicio de una narración que es imposible abandonar. La fotografía que he elegido para esta sección tiene un enorme poder de sugerencia. A ello contribuyen en primer lugar el contraste entre el vuelo del ave que se dirige velozmente hacia nosotros y el estatismo del niño dormido, pero también el escenario, la escalinata que en vertiginoso ascenso se dirige hacia una puerta, en otra fuerte contraposición, esta vez entre espacio cerrado y cielo abierto. Lo primero que pensé al ver esta fotografía ―que me ha dado y sigue dando mucho que pensar― es que parece el planteamiento de un cuento oriental: casi creí oír la voz del narrador iniciando la historia de un príncipe persa sumido en un sueño mágico al que viene a visitar todos los días una misteriosa rapaz. El segundo pensamiento está muy relacionado con las fechas que vivimos, ese momento de cambio de año en que de repente cobramos conciencia del veloz paso del tiempo, preciso e inexorable como el vuelo del pájaro a punto de sobrepasar rasante la figura del niño dormido.

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