LAS CALLES DE MODIANO

Hay cosas que suceden cada vez con menos frecuencia a medida que se cumplen años. Una de ellas es descubrir a un escritor que se nos revela como imprescindible y hacerse la mágica pregunta: ¿cómo he podido vivir hasta ahora sin conocerlo? Ese proceso de deslumbramiento, que durante la adolescencia sucede con la misma imprudente insistencia que el enamoramiento, se va haciendo más esporádico con el paso del tiempo. Siempre están, por supuesto, un Paul Auster o una Irène Némirovsky que nos aguardan en alguna esquina de nuestra vida de lectores y nos arrollan con la misma vehemencia que un amor de juventud. Uno los conoce, se asombra y se lamenta de no haberlos leído antes, se devora su obra, comprende que después de entablar contacto con ellos es una persona un poco diferente. Y piensa, no sin cierta melancolía, que esa amorosa relación no se va a repetir nunca más. Pero está equivocado: se repite tarde o temprano. Lo cual es una prueba de que el lector voraz es un personaje perpetuamente joven.

Mi último amor literario se llama Patrick Modiano. Mi idilio con él presenta un escollo que le añade sin duda un componente romántico: para acceder a los ejemplares de su obra de las bibliotecas públicas he de competir con la caterva de lectores que, espoleados por su condición de reciente Premio Nobel de Literatura, se disputan sus libros. Rondo así por las estanterías, me apunto en listas de espera, aguardo pacientemente a que otro usuario más hábil que yo devuelva la novela que me ha arrebatado por poco. Cuando por fin consigo acceder a En el café de la juventud perdida, me bastan unas pocas páginas para comprender que es un libro del que no puedo desprenderme cuando termine su lectura. Corro a comprarlo.

Entonces vienen las preguntas. La primera es la de siempre: ¿cómo he podido vivir ―leer― durante tanto tiempo sin conocer a este autor? La segunda viene casi de la mano de la anterior: ¿por qué me gusta tanto? No es una duda que me plantee normalmente, sin duda porque la respuesta suele ser obvia para mí. Pero este novelista sutil y sugerente tiene un carácter inaprensible que escapa a todo análisis. ¿Qué tiene Modiano, para atraerme de esta forma? Se me ocurren varias respuestas. Los personajes a la deriva. Su misma sutileza. París. La melancolía. La belleza del lenguaje. París, de nuevo. Y entonces, como un fogonazo, una imagen: las calles, las avenidas, las cuestas. Las casas. Llevo toda la vida soñando con edificios que me producen, mientras estoy dormida, la intensa sensación de que representan algo más que un mero espacio delimitado por unos muros. Los paisajes urbanos de Modiano tienen para mí esa misma capacidad de sugerencia. Esos personajes perdidos por las calles de la ciudad, que observan viviendas en las que no llegan a entrar, son un símbolo de la más profunda desorientación, de la incapacidad para encontrar un lugar en la vida en el cual sentirse guarecido.

En una entrevista de 2009, preguntado por su costumbre de precisar de forma exhaustiva los nombres de las calles y los números de los portales, Modiano respondía así: «El París de mis novelas, más que un París de hace décadas, es un París interior, casi onírico, que nace de las cosas que me impresionaron cuando yo era un adolescente. Y para que ese lado onírico se desarrolle, es preciso que las direcciones sean exactas. Puede que el edificio que se describe sea banal, no importante, pero sí que su ubicación en la novela sea perfecta. Es como un cuadro de Magritte: los objetos, aunque de carácter onírico, están dibujados de forma muy nítida». Al leer estas palabras, me vino de inmediato a la cabeza el recuerdo de una serie de cuadros de René Magritte que responde al título de El imperio de las luces. Es, como muy bien señala Modiano, un ejemplo de esa dualidad del pintor: la técnica precisa y realista y la profunda inquietud, la sensación de irrealidad que producen sus obras. Los cuadros que componen la serie representan calles vacías en un momento difícilmente precisable del día: en la parte inferior de la escena reina la oscuridad y se han encendido las farolas; en la superior, brilla un inesperado cielo azul surcado por nubes algodonosas. La disposición y la estructura de los edificios varía entre unas versiones y otras, pero siempre hay alguno que tiene varias ventanas iluminadas que nos atraen poderosamente. Nos sentimos viandantes solitarios en un mundo deshabitado y tenemos la impresión de que algo nos está llamando desde el interior de la casa.


Además de la entrevista antes citada, hay otra razón para relacionar estos cuadros de Magritte con la obra de Modiano. En el café de la juventud perdida tiene un pasaje en el que los dos protagonistas, los jóvenes Louki y Roland, deambulan por las calles de París en un vagar sin objetivo que es una plasmación gráfica de su profundo desamparo. En un momento de su paseo, les llaman la atención dos ventanas iluminadas. Modiano relata así el momento a través de la voz de Roland:

«Nos sentamos en un banco, enfrente, y no podíamos dejar de mirar esos ventanales. Era de la lámpara con pantalla roja que había al fondo del todo de la que brotaba aquella luz amortiguada. Se divisaba un espejo con marco dorado en la pared de la izquierda. Las demás paredes estaban vacías. Yo acechaba alguna silueta que cruzase por detrás de las ventanas; pero no, aparentemente no había nadie en aquella habitación, de la que no se sabía si era el salón o un dormitorio.
           
―Deberíamos llamar a la puerta de esa casa ―me dijo Louki―. Estoy segura de que alguien nos está esperando».

Mirando El imperio de las luces, es fácil sentir, como Louki y Roland, el deseo de llamar a la puerta de la casa de las ventanas iluminadas, en cuyo interior, sin duda, alguien nos está esperando. Puro Modiano. Puro Magritte.

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