IMPRESIONES DE VIAJE

De todos los lujos de los que uno puede prescindir en estos tiempos difíciles, viajar es el que me parece más complicado de eliminar. Tal vez porque, en el fondo, no es exactamente un lujo: no debería ser considerado como tal algo que contribuye de semejante forma a limpiar la mente, que enriquece y aporta perspectivas nuevas, que ayuda a seguir con la vida diaria tras tan vivificador paréntesis.

Desde muy joven tengo la costumbre de anotar mis impresiones de viaje en un cuaderno. Ahora que tengo este blog, he sustituido las tradicionales hojitas cuadriculadas por una pantalla. Probablemente, el destino de estas anotaciones siga siendo el mismo en lo que a mí respecta: no suelo releerlas. Saldrán ganando (suponiendo que ese concepto tan humano se les pueda aplicar) con esta versión cibernética, en el caso de que algunos ojos curiosos lleguen hasta este rincón y se deslicen sobre ellas. Escribo, en cualquier caso, mis impresiones del viaje que el fin de semana pasado, fin de semana bendecido con la adición de un día de fiesta, me llevó al noroeste de Italia.

Mientras recorría en coche las carreteras de Piamonte y Valle de Aosta, descubrí que bastaba con elevar la mirada hacia las laderas de las montañas para verse recompensado con la visión de un sinfín de castillos de reducidas dimensiones, encaramados en las pendientes, que asomaban sus torres, almenas y tejados agudos por entre el verdor como para saludar al viajero. No eran grandes construcciones ni tenían una presencia imponente ni amenazadora: parecían más bien el refugio de señores de moderado poder, que supervisaban apaciblemente sus limitadas posesiones desde lo alto. Al poco tiempo, caí en la pueril ocupación de imaginarme como dueña y señora de todos y cada uno de esos edificios; mis compañeras de viaje soportaron con humor mis reiteradas bromas a ese respecto. Uno, en especial, cautivó mi corazón: estaba muy cerca de Ivrea, localidad en la cual nos alojábamos. Respondía al sonoro nombre de Castello di Montestrutto y asomaba entre la vegetación de una forma tan encantadora, emparejado con una iglesia pequeña y rudimentaria, que fue sin duda el que mi fantasía eligió para desarrollar en él una vida paralela de dama de la nobleza. 


No explicitaré los rumbos que siguió mi imaginación durante un trayecto que nos obligó, debido a algunos errores en el itinerario, a pasar cuatro veces al pie de tan sugerente edificio. Ya de vuelta en España, lo he buscado en Internet y he descubierto con desaliento que el Castello en cuestión se ha convertido en tiempos modernos en una especie de casa rural de lujo, en la que por un precio que no he indagado se pueden hospedar hasta catorce viajeros. Ni que decir tiene que todas mis fantasías respecto a él se esfumaron al instante.

Aosta es una ciudad preciosa, plagada de ruinas romanas y de edificios históricos, y revitalizada por unos comerciantes que han instalado tras sus venerables muros unas tiendas cuidadas hasta el último detalle. Pero yo siempre la recordaré como el lugar del mundo en que la poesía me asaltó por la calle. No recuerdo por qué razón, estaba yo intentando recordar el arranque de La Divina Comedia en italiano. Le chapurreé lo que me venía a la cabeza a mi anfitriona, que domina la lengua y enseguida me corrigió. Aun así, la memoria le fallaba y se atascaba en el segundo verso: “Nel mezzo del cammin de nostra vita / mi ritrovai…” Íbamos dirimiendo nuestras dudas mientras paseábamos por la plaza del ayuntamiento, y tal vez lo hacíamos en un tono excesivamente alto, como buenas españolas, porque el caso fue que un señor que pasaba se acompasó a nuestro ritmo y nos recitó:

"Nel mezzo del cammin de nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
ché la diritta via era smarrita".

Tras terminar su breve recitado, nos hizo un gesto de saludo con la mano y, acelerando el paso, se mezcló con la multitud que ocupaba la principal calle comercial. Sé que para un italiano conocer los primeros versos de la obra de Dante es tan común como para un español completar el célebre "En un lugar de la Mancha"; aun así, el episodio me hizo soñar por unos instantes con un mundo idílico en el que los viandantes intercambian versos al encontrarse brevemente por la calle. No cabe duda de que en este viaje tenía yo una especial propensión a las ensoñaciones. 


Persiguiendo la cumbre más alta de Europa, nos acercamos hasta la frontera con Francia, a la población de Courmayeur. Me fascinan estos lugares fronterizos, en los que los carteles se decantan con frecuencia por la lengua del país vecino, como si se dispusieran a fugarse más allá de las líneas que aparecen en los mapas. La búsqueda de la montaña en cuestión trajo consigo algún episodio divertido, como la arrobada contemplación (con el consiguiente despliegue fotográfico) de una hermosa altura nevada que finalmente resultó no ser la que creíamos. Para mí, esta búsqueda tenía además un componente sentimental añadido. Cuando era niña, mis padres me llevaron a contemplar este mismo monte, pero en aquella ocasión desde el lado de Francia. Entonces lo conocí con el nombre de Mont Blanc. Ahora, muchos años después y visto desde Italia, lo he reencontrado bajo la denominación de Monte Bianco. Me parece una hermosa metáfora de los viajes: el monte tiene distinto nombre, igual que yo ya no soy la que era. Cuando creemos volver a un lugar que conocemos, en realidad lo estamos contemplando desde un ángulo distinto. Nunca viajamos dos veces al mismo sitio, del mismo modo que cada relectura crea un libro diferente. 

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