LOS CUADROS DE DICIEMBRE


Entusiasta cantor de la fuerza del trabajo y de la energía imparable del proletariado, el pintor soviético Aleksandr Deineka (1899-1969) hace un paréntesis en su exaltación de una nueva sociedad para fijarse en Desempleadas en Berlín en el lado más triste y desvalido de la condición humana. Un fondo ocre y apagado parece ir a tragarse los cuerpos de estas tres mujeres cuyo rostro y postura nos hablan de la impotencia del individuo para luchar contra los grandes mecanismos que rigen su día a día. A las protagonistas del cuadro ni siquiera les queda el consuelo de la solidaridad: sus miradas son divergentes, se clavan en el espectador, en el bebé cuya seguridad preocupa, en un punto perdido del espacio donde parece encontrarse un futuro nada esperanzador. Estas tres mujeres están unidas por el mismo problema pero aisladas en el pozo oscuro de su propio desamparo.


A primera vista, una de las más intensas escenas de amor de la historia del arte. Los dos jóvenes unidos en un beso, los ojos cerrados de los amantes, el tierno círculo de los brazos de ella en torno a la cabeza de él, de la que se desprende una luz sobrenatural; todo parece hablarnos de la fuerza del amor en esta pintura al pastel de escaso colorido y emoción desbordante. Pero la frase escrita en el pequeño letrero del ángulo superior izquierdo nos previene de la auténtica naturaleza de la situación: “La tete coupée fut donée á la jeune fille”, versículo del evangelio de Mateo que cuenta el cruel destino de San Juan Bautista. En esta Salomé del pintor francés Lucien Lévy-Dhurmer (1865-1953), lo terrible y lo bello, lo macabro y lo conmovedor, se dan la mano. Aunque conozca la historia, el espectador sigue teniendo la impresión de que el beso de la jovencita suntuosamente adornada a la cabeza decapitada del santo esconde amor del verdadero.


Hay veces en que los instrumentos del pintor triunfan sobre las limitaciones físicas y la superficie del lienzo se transforma en otra materia. Como si de un moderno alquimista se tratara, el británico Arthur Hacker (1858-1919) logra operar el milagro en Una noche de lluvia en Picadilly Circus. No queda ni rastro de la tela frente a nuestros ojos: solo el asfalto empapado, la luz de las farolas que se abre paso en medio de la humedad, el agua que lo cala todo. En esta sinfonía de dorados, creemos incluso captar el chapoteo de los cascos de los caballos en los charcos, el olor de las vestiduras mojadas de los viandantes. Se diría que el cuadro entero está a punto de diluirse ante nosotros, de salirse del marco y precipitarse hacia el suelo, como la lluvia.


Visita a la abuela del pintor francés Louis Le Nain (1601-1648). En este oscuro y humilde interior campesino, no hay apenas bienes materiales, pero sí una riquísima red de relaciones humanas que el artista ha logrado plasmar con el juego de miradas que se entrecruzan: la madre que mira al bebé, el bebé que se vuelve hacia el espectador, los ojos de la abuela que sobrevuelan la habitación y se pierden en algún punto impreciso, tal vez del pasado. Los muchachos de la derecha que entrelazan sus brazos, actitudes y miradas. El niño de la sillita y el perro que clavan los ojos en sus mayores, con idéntica actitud de fidelidad canina. El gato aposentado bajo la silla de la abuela, que sabe, cómo no, que estamos ahí. La niña de la izquierda, que nos observa con recelo, juzgando tal vez si debe confiar en unos desconocidos que invaden su casa familiar. Y la figura oscura y misteriosa de la puerta del fondo, que se asoma sin atreverse a entrar, como nosotros. En estas fechas navideñas, nada mejor que comprobar que también los personajes de los cuadros se reúnen en familia. Es mi manera de desearos felicidad a todos.

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