CELEBRACIÓN DEL PRESENTE

Conocí lo que era un haiku hace ya bastantes años, gracias a Julio Cortázar; es una de las muchas cosas que le debo al gran escritor argentino. El hermoso título de su libro de poemas más famoso, Salvo el crepúsculo, es el último verso de una composición de Matsuo Bashō, maestro por excelencia de este género poético japonés, que vivió en la segunda mitad del siglo XVII. El poema completo es apenas un poco más largo, y supone una maravillosa plasmación de la melancolía de los objetos y los lugares abandonados. Dice así, en la preciosa traducción de Octavio Paz:

Este camino
ya nadie lo recorre
salvo el crepúsculo.

Soy consciente de que, cuando un lector occidental lee un haiku traducido a su lengua, tiene ante sus ojos el hálito del poema original más el titánico esfuerzo de un traductor por acercarse a un idioma con una gramática, una estructura y hasta una disposición tipográfica diametralmente alejadas de las que posee la lengua a la que pretende verterlo. El traductor de haikus debe ejercer de descifrador de enigmas, ordenador del pensamiento, creador de nuevos andamiajes y, en definitiva, poeta. Detrás de esos tres breves versos traducidos del japonés al castellano hay horas y horas de trabajo y desconcierto, hallazgos y desvelos. El traductor de haikus se adentra en el vertiginoso mundo de un pensamiento y una lengua en nuestras antípodas: es, en definitiva, un explorador. Al regreso de su aventura, trae consigo una pequeña joya de inesperadas resonancias para los lectores. A mí leer haikus me llena de felicidad; siento siempre una especial gratitud hacia la persona que ha buceado en las profundas aguas de su lengua original para entregármelos en la superficie, brillantes y valiosos como perlas.

Llevo semanas intentando seleccionar los haikus que más me gustan para incluirlos en esta entrada. Es una labor que nunca se acaba: cada día encuentro uno que es el que más sugerencias despierta en mí en ese preciso instante. Tengo los libros llenos de marcas a lápiz y adhesivos señalando mis poemas favoritos, que nunca son los mismos que en la lectura anterior. No es extraño, en estas composiciones que son una celebración del momento presente, de la belleza, la melancolía, la juguetona diversión de un segundo en la vida humana y en el mundo natural: el estado de ánimo del lector, fugaz como la gota de agua que se desliza o el ave que sale volando de los versos, es un elemento más que juega un papel vital en ese intento de congelar la realidad que se escapa. Aun así lo voy a hacer. Sé que si escribiera esta entrada mañana mismo, los poemas seleccionados serían otros. Es, por tanto, una entrada tan efímera como la materia de la que se nutren los haikus.

Aquí están, pues, mis favoritos de este momento, todos ellos en la excelente traducción del poeta argentino Alberto Silva, de su antología titulada El libro del haiku. La mirada aguda de los poetas se fija en el detalle mínimo, exalta la felicidad de un instante, detiene con precisión fotográfica un movimiento o un sonido fugaz. A veces, lo perecedero se convierte en un eco de tantos momentos idénticos repetidos, o lo insignificante se erige en encarnación de la parte más dolorida y estremecedora de la condición humana:

Nieve derretida:
le asoma un hombro
a Buda
(Shiki)

Al vagabundo
el verano lo viste
de tierra y cielo
(Kikaku)

Inmensidad del campo:
se la tragó el faisán
de un solo grito
(Yamei)

Fue darme vuelta
y el hombre que cruzaba
se hizo niebla
(Shiki)

La lluvia tiñe
las letras de la tumba
de tonos grises
(Rôka)

No quiere el día
despedirse: remolonea
entre los charcos
(Issa)

Mujer estéril:
¡juega con ternura
a las muñecas!
(Ransetsu)

Una cometa
¡en el mismo lugar
de aquel cielo de ayer!
(Buson)

Hojas que caen
sobre otras hojas
Gotas que caen sobre gotas
(Kyôrai)

Me voy
Te quedas
Dos otoños
(Buson)

Dejo para el final es que sí es definitivamente mi haiku favorito. Lo encontré hace años en un libro que regalé y con el que no he podido volver a hacerme. Le tengo, también por eso, especial cariño: pasó por mis manos, se quedó grabado en mi cerebro, y no regresó. En él, el poeta Yasui parte de una contrariedad cotidiana en la vida del campesino: una bandada de aves ha destruido su cosecha. Pero al fastidio inicial se superpone la radiante belleza de las cosas. Dice así:

Los gansos salvajes
se comieron las hojas tiernas de mi cebada
Pero míralos partir

Llevo semanas dándole vueltas a esta entrada porque a comienzos de este curso viví una situación digna de un haiku. Me ha correspondido este año un aula orientada hacia el este, que es la zona con menos signos de civilización en torno al instituto. Bajo las ventanas se extiende un prado, y a lo lejos se divisa la silueta de las montañas. Antes del cambio al horario de invierno, cuando entraba en clase a primera hora estaba amaneciendo. Un día, llegué antes que los chicos y me puse a subir la persiana junto a la mesa del profesor. Me encontré con una escena deslumbrante: con el ruido, una bandada de cuervos que estaba posada al pie de la ventana alzó el vuelo. En su huida, los pájaros pasaron frente a un sol rojo que se alzaba sobre las montañas. Duró apenas un segundo: el ruido de la persiana, las aves negras en desbandada, el disco rojo del sol, saludándome. Renuncio a escribir el haiku correspondiente. Solo puedo decir que, en aquel instante, no habría querido estar en ningún otro lugar del mundo.

Comentarios

  1. Cómo me gusta esta entrada, Beatriz. Releo tu selección de haikus con auténtico placer. Me “transporto” leyendo cada sintético texto, pensando en la estela que dejan los gansos que se alejan con su botín, el solitario camino, los dos otoños… Me sucede lo mismo con esos momentos detenidos que pintores o fotógrafos consiguieron atrapar. Hay que tener una mirada especial para construir estas pequeñas obras de arte. Mi haiku –ese que no escribiré- estaría inspirado en el mismo lugar que el tuyo: desde una de mis aulas veo un espectacular paisaje alpino que una luz, una niebla, un instante, transforman de repente en algo único…
    Un abrazo y hasta pronto,
    Choni

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  2. Qué suerte tenemos, Choni, de que nuestro lugar de trabajo sea fuente de tales momentos de privilegio. Y también, pienso yo, de ser capaces de captar la magia de esos instantes mínimos, especiales, únicos. Y más aún: qué suerte poderlos compartir, como estamos haciendo ahora.

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