PENSAMIENTOS DE COLOR NEGRO

Los que siguen habitualmente este blog saben de mi gusto por la novela negra y de cómo me la autorreceto, como si de un medicamento se tratara, en los momentos de mayor tensión o cansancio. Ya hemos comentado aquí lo que tiene de juego, de desdramatización de la muerte, y lo terapéutico que eso resulta para los que sentimos un respeto más que mediano por esos temas funestos. Pero hoy no voy a hablar de lo mucho que me relaja reconstruir el puzzle que hay detrás de toda historia de crímenes, sino de otra faceta de la novela negra que me la hace especialmente atractiva y que me ha resultado evidente en las dos últimas piezas del género que he leído.

¿Alguien se imagina que un día un desconocido llamase a su puerta y empezara a hacerle preguntas sobre su familia, su pareja, sus relaciones con los amigos, con los vecinos, sus problemas en el trabajo, sus deseos y frustraciones? Y lo que es más inquietante: ¿alguien se imagina haciendo otra cosa que no fuera cerrarle la puerta en las narices a semejante importuno, es más, alguien puede imaginarse a sí mismo contestando puntualmente a esas cuestiones sobre sus intimidades, o buscando de forma sutil la manera de desviar las respuestas sin que la mentira se hiciera evidente? Es lo que pasa cada vez que en una novela negra comienza la investigación de las circunstancias de un crimen. A mí me fascina ver a los comisarios, los inspectores, los agentes de mis sagas preferidas, colándose en el salón de un completo extraño, sentándose en su sofá y preguntándole, con perfecta cachaza, si mantiene buena relación con sus hijos o si alguna vez ha engañado a su cónyuge. Un asesinato es como un disparo en mitad del campo: los pájaros enmudecen, los animales se ponen en alerta, los paseantes se detienen, asustados. La vida cotidiana se queda en suspenso, y es entonces cuando aparece un tipo normalmente mal afeitado y con pocas horas de sueño, tal vez vestido con un anorak o una gabardina vieja, que empieza a husmear en esas existencias que han quedado detenidas. Y cuántas cosas se descubren, que no tienen muchas veces relación alguna con el crimen.

Las dos últimas novelas negras que he leído tienen en común la presencia de personajes conmovedores y desvalidos, a los que el autor trata con comprensión y hasta ternura. No es de extrañar, dado que los dos sabuesos encargados de resolver los casos eran, respectivamente, el comisario Brunetti, entrañable padre de familia y hombre sensible donde los haya, y el inspector Wallander, perdedor solitario que, a diferencia de los grandes clásicos del género, alberga el convencional deseo de vivir en una casita en el campo en compañía de una mujer que le quiera y de un perro labrador.

Justicia uniforme, de Donna Leon, es una novela de investigación policiaca en la que lo que menos interesa es la investigación en sí. Se abre con la patética escena de un padre que reconoce el cadáver de su hijo, que aparentemente se ha suicidado, y a partir de ahí el tono que domina es el de profunda tristeza frente al dolor humano. Del conjunto de la historia, me quedo con dos escenas en las que Brunetti, a la caza de testigos que le proporcionen alguna pista, da con dos seres desgraciados a cuyos dramas personales se asoma brevemente para abandonarlos en seguida, en cuanto su relación con lo que está investigando se ha agotado. El primero es la vecina del piso inferior al de una testigo a la que el comisario tiene dificultades para localizar en su casa. Esta vecina, a cuyo piso llama Brunetti por casualidad, resulta ser la confidente ideal: no tiene grandes distracciones porque vive con la única compañía de su gato, y puede dar fe de los pasos y movimientos que se producen sobre su cabeza en cualquier momento del día porque, aunque es muy joven, apenas sale a la calle, ya que vive atada a una silla de ruedas. No llegamos a saber las causas de su invalidez. Brunetti, como buen sentimental, se siente conmovido; cuando termina de interrogarla, al ir a abandonar el apartamento, hace por ella lo único que está en su mano: evita que el gato se escape por la puerta abierta para darse un garbeo por el vecindario, lo toma en brazos y, en un gesto delicado, lo deposita en el regazo de su dueña. El lector sale de la vivienda en pos del comisario pero reticente a marcharse, con la impresión de haberse asomado brevemente a una historia que merecería toda su atención. La joven inválida y su acompañante felino no vuelven a aparecer en la novela.

El otro personaje de Justicia uniforme al que me he referido antes aparece ya al final de la trama, cuando Brunetti acude a una granja para interrogar al testigo fundamental del caso. Se trata de un muchacho que vive con su tía y con su madre; esta última es una mujer de mediana edad a la que una agresión con un arma de fuego por parte de su propio marido la dejó años atrás reducida al nivel intelectual de una niña. Por fortuna, Brunetti va acompañado por su fiel Vianello, que aleja a la pobre mujer de la escena pidiéndole que le enseñe las gallinas. Así, mientras Brunetti interroga al muchacho, se oyen de fondo los gozosos gorjeos de la niña grande que le muestra sus tesoros animales a su nuevo compañero el policía. Cuando el interrogatorio ha dado sus frutos y Brunetti se dispone a volver a la comisaría, regresa la singular pareja, la mujer menuda y el hombretón, ella con una sonrisa radiante y él con una cesta de huevos colgada del brazo. Para la mujer, ha sido un día especial. En el momento de despedirse, señala a Vianello y lo resume todo en una sola palabra: “Amigo”.

Pisando los talones, de Henning Mankell, parte de dos crímenes aparentemente desligados entre sí. El primero, el de unos muchachos que celebran la noche de San Juan de una forma un tanto peculiar, sorprende e intriga al lector, como no podría ser menos en una novela de la saga de Wallander. El segundo, que sucede cuando el lector se ha relajado pensando que no va a haber más muertes durante unas cuantas páginas, tiene además un componente inesperado, porque la víctima es uno de los personajes de la comisaría de Ystad: el solitario y voluntarioso inspector Svedberg, famoso por no faltar ni un día al trabajo y por el miedo a la oscuridad que le persigue desde niño. Para el lector es un mazazo, porque a estas alturas de la serie, los personajes de la comisaría pertenecen ya a su entorno cotidiano. Empieza la investigación por parte de los conmocionados compañeros, y poco a poco van surgiendo los contornos de un Svedberg distinto al que todos tenían –teníamos- en mente. ¿Mantenía el recalcitrante solterón una relación amorosa clandestina? ¿Seguía en sus ratos libres y por cuenta propia con investigaciones que se habían aparcado en la comisaría? Es entonces cuando surge la cuestión inquietante: realmente, ¿alguien en el trabajo conocía a ese hombre con el que todos habían compartido tantas horas? El lector pronto se encuentra extrapolando esta pregunta a su propio entorno: ¿conocemos realmente a las personas que tenemos más cerca? ¿Hasta qué punto poseemos todos vidas ocultas que solo saldrían a la luz en situaciones extremas?

Hay una escena especialmente conmovedora en la novela de Mankell. Wallander, que se ha dado cuenta de que en realidad apenas sabe nada de su compañero, interroga a una de las pocas parientes de este, una enfermera del hospital de Ystad. Entre las preguntas que le hace, figura la de cuál era el mejor amigo del difunto Svedberg. La respuesta de la mujer lo descoloca por completo: “Creo que eras tú”, le dice. Wallander se revuelve, algo incómodo. Repasa mentalmente los años en común: con otros compañeros de la comisaría tiene una relación más cercana y ha llegado a compartir confidencias; con Svedberg, nunca. Manifiesta su asombro. La mujer insiste: “Eso solía decir él. Que Kurt Wallander era su mejor amigo”.

Un asesinato, un aldabonazo en la vida cotidiana de un grupo humano, y de repente el investigador tiene permiso para escarbar en lo que era hasta ese momento intocable. A partir de ahí, quedarán al descubierto muchos más misterios aparte del propio crimen. Dramas a los que apenas nos asomamos, vidas ocultas, personas que comparten nuestro entorno y a las que desconocemos, sentimientos que ignoramos y a los que no sabemos corresponder. Hasta qué punto la novela negra nos puede hablar de nuestras propias vidas.

Comentarios

  1. comparto contigo el gusto de la novela negra, justo ahora leo una de Umberto Eco y terminé una de Stieg Larsson. Me impresiona la manera en que los escritores crean esos personajes único, siento que los mitos, son muy difíciles de crear, porque son los que verdaderamente llegan y calan en el lector, por ejemplo un don Quijote, un Hamlet, o un Florindo Acuña, o la de un asesino. Se me hace fenomenal como el escritor los da a conocer con un nombre no muy común, vestimenta, peinado (como si fuera cine), forma de pensar, su acciones y reacciones, sus gestos, sus evocaciones, sus vicios, sus defectos, sus iras y pasiones, cómo habla y qué dice, su familia, sus amigos si es que los tiene) que los mueve...en fin. Con lo que escribes, le he tomado aún más cariño a este género. Nuevamente gracias. Angélica ;)

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  2. A mí me fascina el repertorio de investigadores que nos ha dejado la novela negra desde sus pioneros, aquel genial Dupin creado por Poe y, cómo no, el inefable Holmes, capaz de aupar a la fama a Conan Doyle y de resistirse con éxito a los intentos de su autor de enviarlo a la muerte. Forman una galería de lo más variopinta: los hay fríos y analíticos, impulsivos y temperamentales, duros, entrañables, reconocidos socialmente, fracasados, entregados a la soledad y al alcoholismo, honorables padres de familia, cumplidores de las normas o al límite siempre de lo que la ley permite. Algunos nos impresionan, otros nos divierten, muchos nos enternecen o nos hacen identificarnos con ellos. Son el sueño de cualquier persona deseosa de arreglar el mundo: quién pudiera como ellos enfrentarse a un misterio insondable y ser capaz de desenredar los hilos enmarañados para entregar finalmente al culpable a las manos de la justicia.

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