ENSEÑANZAS EN MINIATURA


La exposición Luces del norte de la Biblioteca Nacional reúne más de setenta códices medievales de origen francés y flamenco, decorados con miniaturas. Fue todo un placer para mí visitarla el pasado mes de julio, pasear frente a las vitrinas y empaparme del brillante colorido y la exquisitez del dibujo, disfrutar de las vistosas letras capitales y de los delicados adornos con motivos vegetales, asombrarme frente a la inverosímil perfección de escenas diminutas llenas de expresividad y encanto: una sucesión de ventanas abiertas hacia un mundo desaparecido hace mucho. Aunque no del todo.

Un par de códices de los allí expuestos me dieron materia para reflexionar sobre algo más que la belleza de su factura y su valor histórico. El primero era un códice parisino que contenía el Libro de los Salmos. Durante la Edad Media era usual decorar las letras iniciales de dicho libro con escenas referidas al rey David, al que se le atribuye su autoría. La única excepción es el Salmo 52, que es el que comienza así: «Dice el necio en su corazón: No hay Dios». Y es precisamente la figura del necio, del ignorante que osa negar la existencia divina, la que sustituye al majestuoso rey David en la letra D inicial de este salmo. En la iconografía de las biblias parisinas, se le representa con el pelo rapado (rasgo asociado en la época a los presos o a los locos), vestido con una camisa que lo cubre a medias, devorando un pan, agitando un bastón, acompañado en ocasiones por el diablo, o por una oveja que lo identifica con la simpleza de un rústico. Este personaje entre cómico y despreciable era un viejo conocido de los lectores franceses, que sin duda le dirigían una mirada burlona, no identificándose en absoluto con él. Porque –y en eso no hemos cambiado nada con el paso de los siglos—los necios son siempre los otros. 

En la procelosa literatura contemporánea que forman las ocurrencias y chistes que pululan por Internet, un sector nada desdeñable está dedicado a ponderar la estupidez del ser humano. Desde las clásicas bromas que reducen la cuestión a términos estadísticos, planteándose con cuántos imbéciles nos toca lidiar a cada uno en nuestra vida diaria (y lamentándose por estar lidiando con los que en buena ley le corresponderían a otro), hasta broncas manifestaciones de misantropía suavizadas por la gracia de sus formulaciones. En conclusión, el mundo está lleno de idiotas, pero ninguno de nosotros forma parte de ellos. A mí no me salen las cuentas. Es como si hubiera una humanidad supletoria de la que se puede despotricar sin miedo a ponerse en evidencia a uno mismo. Como en el caso de los necios medievales, encerrados en las casillas de las letras capitales, comiendo con glotonería y exhibiéndose impúdicamente, este amplio rebaño de imbéciles contemporáneos está acotado en un espacio que no es el nuestro. Podemos reírnos de ellos y desdeñarlos sin temor. Están aislados, no tenemos nada que ver con ellos. La aplastante necedad del ser humano es siempre un rasgo ajeno. 

El Decreto de Graciano es una recopilación de textos de derecho canónico realizada en Bolonia en el siglo XII. Parte de ella está compuesta por una enumeración de casos que sirven de ejemplo de situaciones jurídicas concretas; cada uno de esos casos está ilustrado por una miniatura. Vemos así a tribunales eclesiásticos juzgando con dureza a clérigos acusados de inmoralidad, a religiosos sometidos a tortura para obligarlos a confesar sus actos abominables, a maridos que esgrimen ante el arzobispo sus derechos para recuperar a sus esposas, que los han abandonado por otros. Por fortuna, los dibujos tienen el encanto ingenuo de su época y los instrumentos de tortura son más simbólicos que cruentos, los jueces carecen de la torva seriedad de sus referentes reales y las escenas escabrosas parecen pasadas por el tamiz de un niño. El inevitable carácter amenazador del concepto medieval de justicia queda así compensado por un abigarrado mundo lleno de colorido y animación. 

La miniatura que más llamó mi atención del Decreto de Graciano ilustra el caso de un monje que abandona la vida monacal. Sobre una decoración geométrica en la que se adivina la torre de un monasterio, se recortan dos figuras, una de pie y otra a caballo. El jinete es el clérigo que se aleja para iniciar una nueva vida; el que está de pie es un compañero de orden que observa su fuga con un gesto indeterminado, a medio camino entre el asombro y la despedida. Lo curioso es la actitud del fugitivo, del que solo vemos la parte inferior del cuerpo porque está dibujado en el acto de sacarse el hábito por la cabeza. Apenas ha traspasado los muros del monasterio y ya quiere liberarse de cualquier signo que lo una a sus viejas ataduras. Esta ilustración ingenua y expresiva me divirtió en un primer momento, pero en seguida me hizo derivar hacia pensamientos de otro signo. La acción expeditiva del monje que pretende dejar de serlo de inmediato me pareció muy en consonancia con ciertos consejos sobre el arte de vivir que copan las redes sociales en los últimos tiempos: cuanto antes nos libremos de lo que nos pesa y nos comprime, de lo que fue útil pero ya solo sirve de lastre, antes empezaremos una nueva existencia llena de promesas. Hay que saber soltar, rezan eslóganes y carteles, en una esperanzadora cantinela destinada a transformar la pérdida en una oportunidad. El impulsivo monje ―exmonje ya― parece tenerlo muy claro. Por mi parte, solo puedo desear compartir su audacia y desenvoltura a la hora de afrontar los cambios de la vida. Quién fuera capaz de desvestirse de los viejos hábitos con idéntica presteza, en el mismo instante de emprender la galopada que conduce hacia el futuro.

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