UN REGALO DE LA NIEBLA

El último día de playa de este verano no es propiamente un día de playa. Bajo por la empinada escalera que trepa por una pared rocosa hasta desembocar en una cala. Es temprano, está nublado y hace una temperatura más bien fresca. Ni rastro de toallas, bañistas, niños jugando en la orilla ni ninguno de esos elementos habituales de la costa en agosto. Por no haber, no hay ni paisaje.

Me acuerdo de la clásica broma del que se ve obligado a madrugar demasiado: a esta hora, no están puestas las calles. Una gruesa capa de niebla se extiende sobre el mar, como un telón que oculta el escenario antes de la función. El sol todavía no ha podido calentar la arena, que está húmeda, así que opto por quedarme de pie. Me siento como una espectadora que se ha precipitado y se encuentra con las puertas del teatro cerradas. Clavo la mirada en la tela blanca que me vela la vista e intento atisbar los elementos del paisaje habitual, que recuerdo más que veo: el faro que señala la entrada de la bahía, las montañas de laderas arboladas, la enorme playa que despliega su extensión de arena a lo lejos, como una hermana mayor que pretende servir de ejemplo a mi pequeña cala. Entonces empieza la función, antes de que el telón se descorra, y no llego a sentarme.

Varias embarcaciones se hacen visibles en la masa lechosa. Pasan de una en una o en parejas, juntándose y volviéndose a separar. Un par de veleros ―uno blanco, el otro rojo― son los encargados de abrir este singular ballet. Cruzan la escena de parte a parte, sosegados y unánimes. En seguida se unen otros participantes del elenco, barcos pesqueros que se detienen a echar las redes, alguna motora que rompe con su velocidad la sábana blanca que todo lo cubre. Desde el cielo, las gaviotas interpretan su danza paralela, dibujando amplios giros o lanzándose alrededor de los barcos que faenan, en una agitada coreografía. Una montaña protagoniza un momento sorprendente cuando asoma su cima por encima de la niebla, como si fuera una morada sobrenatural: un remedo del Monte Olimpo, con antenas de televisión en lugar del palacio de los dioses. El espectáculo que se desarrolla ante mis ojos tiene una escenografía cambiante, en la que nubes y niebla se confunden o separan, dejando al apartarse huecos por los que el sol se esfuerza en asomarse. Pienso que no me bastará con la memoria y hago foto tras foto. Frente a la cámara de mi móvil, la capa blanca se va retirando poco a poco, hasta que solo quedan algunos jirones enredados en las rocas y en los árboles. El telón se ha descorrido para mostrar el faro, los montes, la enorme playa: el escenario habitual de los días de verano.

Suenan unos pasos que descienden por los peldaños de madera y me doy cuenta de que llegan por fin los bañistas más madrugadores. Son un padre y una niña que porta ilusionada una pequeña red de pesca con un palo. Es ya un día de playa al uso: luce el sol y saca destellos al agua de color verde. Sin embargo, siento que este nuevo escenario me es ya ajeno. Me retiro pensativa, atesorando el regalo que me ha hecho la niebla en este día final del verano.



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