CUENTAN DE UN SABIO QUE UN DÍA
Me gusta mucho leer con mis alumnos un cuentecillo medieval que
narra cómo un sabio se ha visto reducido a tal extremo de pobreza que debe
sustentarse con bellotas, altramuces (existen varias versiones) o algún otro
alimento igualmente humilde. El desdichado protagonista está lamentándose de su
suerte cuando descubre algo que le sirve de inmediato consuelo: otro sabio
sigue sus pasos, recogiendo las cáscaras que él ha ido arrojando detrás de sí.
Ya en el siglo XVII, Calderón de la Barca le dio una preciosa formulación a
esta historia dentro de su obra La vida
es sueño, en una décima que recita Segismundo y que comienza con los
célebres versos: “Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero
estaba...” En esa revisión del tema, los personajes llegan al extremo de
alimentarse de hierbas. No olvidemos que el XVII es el siglo del esplendor
artístico y la miseria social. Barroco puro.
Tal vez sea que me eduqué en un colegio de monjas y me inculcaron
desde muy niña la necesidad –más bien
diría obligación– de mirar a los que se encuentran en una situación peor antes
de quejarme de la mía. Dicho concepto venía a menudo aderezado con un
componente geográfico: ¿Cómo íbamos a dejarnos comida en el plato…, a
despreciar un regalo o una prenda de vestir…, a lamentarnos por exceso de
deberes…, si los negritos de África (pido disculpas por el
condescendiente diminutivo: las monjas lo formulaban así) no tenían comida ni
juguetes y andaban medio en cueros sin ir a la escuela y trabajando a pleno
sol?
A mí esta imagen de los negritos de África me ha perseguido
toda la vida y, más que proporcionarme consuelo, me hace sentir remordimientos
cada vez que me lamento de una circunstancia adversa. Prefiero, con diferencia,
acordarme de los dos sabios del cuento, cuyo ejemplo me conforta sin hacerme
sentir mal. Por alguna razón, la idea de que alguien se vea obligado a
alimentarse de cáscaras no me remueve por dentro como lo hacía aquella
estremecedora imagen de mi infancia de los pequeños africanos carentes de todo.
Uno de los últimos días de este curso, me sucedió algo que no solo
me recordó a esta historia sobre los cambios de la fortuna, sino que me convirtió
por un instante en su protagonista. Como no podía ser de otro modo, fue una
versión moderna del viejo apólogo, que se desarrolló en un escenario muy
vinculado a nuestra vida actual: un ascensor. He de decir que los ascensores me
producen bastante recelo y me han inspirado algún relato nada tranquilizador.
Siempre los he evitado en mis lugares de trabajo, y si los frecuento en los
últimos tiempos es debido a una doble lesión que me ha afectado sucesivamente al
tobillo derecho y a la rodilla izquierda. Tendinitis para el tobillo, desgaste
de cartílago para la rodilla: una preciosa formulación simétrica que iguala en
cuanto a pequeñas molestias y dificultades ambas mitades de mi cuerpo. El caso
fue que estaba yo esperando el ascensor en la planta de entrada de mi instituto
cuando un repiqueteo metálico me anunció la llegada de una persona que caminaba
con la ayuda de muletas. Era una alumna a la que no conocía, pero que en
seguida ubiqué como perteneciente a uno de los cursos superiores; por su
expresión preocupada, comprendí que se dirigía a uno de los exámenes finales,
que se estaban realizando esos días. La acompañé (para poner en funcionamiento
el ascensor es necesaria una llave) y en el tránsito hasta el tercer piso me interesé
por el problema que le hacía caminar con tanta dificultad.
–Tengo una tendinitis –me explicó la muchacha, sonriendo por
primera vez. Se la veía aliviada desde que sabía que iba a llegar a tiempo a su
examen.
Le conté que yo también había tenido una el curso anterior y
que aún me resentía de ella, pero que mi actual problema era el cartílago
desgastado.
–Oh, yo no tengo cartílago en las rodillas –me respondió con
naturalidad.
Me dio las gracias y se alejó a buen ritmo hacia su aula, con un
manejo de las muletas que denotaba una experiencia considerable. Ignoro cuánto
rato me quedé detenida frente al ascensor. Aquella muchacha a la que yo sacaba
una larga ristra de años había volatilizado con sus problemas físicos cualquier
atisbo de lamento por mi parte. Me pareció que en el pasillo de bachillerato se
materializaba la figura del sabio venido a menos, recolectando con el espinazo
doblado restos vegetales que cualquier otro rechazaría sin dudar. Los versos
del gran Calderón resonaron en mis oídos: “…que
otro sabio iba cogiendo / las hierbas que él arrojó”. A veces, los clásicos
se parecen mucho a la vida. ¿O será más bien al revés?
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