LOS CUADROS DE JUNIO (2019)
En
mis clases de Literatura, a veces me encuentro con el curioso contrasentido de
que hay ideas que no consigo expresar del todo con palabras. Me ocurre en
especial al explicar los movimientos literarios; acumulo adjetivos para
precisar la esencia del Barroco, el Romanticismo, el Surrealismo o el
Renacimiento, sin lograrlo por completo: equilibrado, onírico, recargado,
decadente, exaltado, fúnebre, subversivo, clásico, anticlásico… Entonces,
cuando se me agotan los adjetivos, acudo a la pintura. Así me sucedió con el
movimiento simbolista y esta impactante obra del artista suizo-alemán Carlos
Schwabe, titulada La muerte del
sepulturero. Con un estilo dibujístico propio de un ilustrador, Schwabe
lleva a cabo lo que parece la recreación de una escena de leyenda. Todo está
medido hasta el último milímetro en este cuadro plagado de sugerencias. Para
empezar, el contraste entre la blancura del paisaje y el ángel negro sentado al
borde de la sepultura produce un efecto sobrecogedor. Hay varios detalles que
me gustan especialmente: las ramas secas que aíslan a la pareja protagonista,
como un cortinaje invernal; la misteriosa luz verde que emana de la palma de la
mano del personaje alado, que probablemente representa la vida que está en
trance de arrebatar, y las alas negras que envuelven a su víctima como
tentáculos. Bello, teatral e implacable, el ángel de la muerte es una figura a
la vez hermosa y aterradora. Resulta inevitable identificarse con el anciano
sepulturero, que mira a su ejecutor con una expresión entre el terror y la
fascinación. Así es la impresión general que se desprende de esta escena
tenebrosa: fúnebre, dramática, de una belleza oscura e inquietante… Al final,
siempre se me desbordan los adjetivos.
Voy a intentar explicar por qué me gusta tanto
este cuadro de la pintora neozelandesa Frances Hodgkins. Empezaré por referirme
a su título, que no es en este caso un dato banal ni accesorio (en mi opinión,
no lo es casi nunca). El cuadro se titula Alas sobre el agua y, aparte
del carácter poético y la capacidad de sugerencia de dicha denominación, esta
refleja muy bien el punto de vista del que parte su autora para recrear el
mundo. En sus paisajes y naturalezas muertas (este cuadro es una mezcla de
ambas cosas), Hodgkins elige una serie de elementos que no parecen estar
conviviendo en la realidad, sino más bien en su imaginación. A mí me recuerda a
los niños que preparan el escenario del juego en un proceso laborioso que
termina por convertirse en un juego en sí mismo: esta es la casa, este el
coche, ese el árbol del jardín, yo soy la madre y tú el niño. En esa
estilización de la realidad, Hodgkins selecciona lo que le es grato y elimina
lo accesorio, altera distancias físicas y asigna a los objetos tamaños que no
responden a ninguna ley natural. El colorido luminoso y vibrante contribuye a
crear una sensación imaginativa e infantil. Un artista más clásico habría dado
a su obra un título convencional: Paisaje marino con pájaro, Ave frente a la
bahía, Loro y caracolas con fondo de mar. Hodgkins, niña juguetona y poeta,
elige los elementos más sutiles y maravillosos de su composición: alas y agua.
O, lo que es igual, la capacidad de volar y la de adentrarse en profundidades a
las que solo uno mismo tiene acceso.
Este sugerente paisaje nocturno es obra de la
artista británica Sonia Stanyard y lleva el descriptivo título de Juncos 3,
pasarela. Los cuadros de esta autora presentan una curiosa mezcla entre un
realismo casi fotográfico en lo que se refiere a la técnica y la búsqueda del
extrañamiento en el contenido; sus puntos de vista y los detalles elegidos como
centro de atención son insólitos y crean en el que los contempla una cierta
inquietud. Esta pasarela cuya función se nos escapa, rodeada por una tupida
cortina de juncos encargados de ocultarla a ojos extraños, nos parece un
escenario vedado en el que hemos conseguido introducirnos por un incomprensible
azar. Casi sentimos que estamos violando un territorio prohibido y solitario,
envuelto en un profundo silencio desde quién sabe cuándo. La armonía de azules
que domina la escena produce un efecto placentero. Uno podría permanecer un
tiempo indefinido en este punto, bajo el cielo estrellado, inmerso en una
absoluta paz. Pero la superficie húmeda y brillante de la pasarela reclama
nuestra atención y nos parece inevitable avanzar por ella. ¿Adónde conducirá
este sendero misterioso? El brusco ángulo que a lo lejos tuerce hacia la
izquierda y se intrinca en la espesura pesa sobre nosotros como una sorda ―y a
la vez atrayente― incertidumbre.
El pintor simbolista Frank von Stuck crea una
inquietante visión del lado oscuro en este cuadro que responde al contundente
título de El pecado. Esta mujer bella
y maligna, de cuerpo resplandeciente y rostro en sombras, nos lanza una mirada
que es al mismo tiempo un desafío. Es consciente de que nos asusta, pero
también de que no podemos apartar los ojos de ella. Stuck maneja elementos que
se pierden en las más antiguas tradiciones: la identificación entre mujer y
pecado, la belleza física que arrastra hacia la perdición, la presencia de la
serpiente como encarnación del mal. Sin embargo, a pesar de sus componentes tan
manidos, el cuadro tiene una potencia que lo singulariza. Son responsables de
ello la agresiva carnalidad del cuerpo violentamente iluminado, el aterrador
escorzo de la cabeza de la serpiente que se dirige hacia nosotros, la
intolerable malignidad de los ojos de la mujer que nos espía desde lo oscuro.
No recuerdo haber visto en la historia de la pintura ningún personaje que
encarne mejor que este la más absoluta perversidad. Sostenerle la mirada es un
ejercicio que produce una profunda inquietud pero que a la vez resulta
fascinante. Frente a ella, es inevitable sentirse como el niño que pide una y
otra vez que le cuenten una historia que luego le quitará el sueño.
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