PASAJEROS DE LA INTEMPERIE
Conduzco por un Madrid desierto en el mediodía de julio.
Estoy esperando a que se ponga verde un semáforo que no afecta a nadie más que a
mí. En el salpicadero, el termómetro me indica que en el exterior reina una
temperatura imposible. Más que nunca, mi coche me parece un refugio frente a
las penalidades del mundo.
De pronto me fijo en ellos. Son unos puntos móviles en el
paisaje detenido, casi los únicos habitantes de este mediodía infernal. Aparecen
simultáneamente en direcciones distintas: uno me adelanta con soltura, otro se
acerca desde un horizonte cegador, otro sube la cuesta de una calle trasversal
con visible esfuerzo. Son ciclistas que se adentran con determinación en el
aire pesado, irrespirable, de la ola de calor. Llevan una mochila con un rótulo
que los identifica como repartidores. Pedalean con energía para entregar quién
sabe qué productos a clientes que los esperan con la impaciencia del niño que
no puede demorar ni un segundo el cumplimiento de su capricho.
Me viene a la cabeza una historia que alguien me contó una
vez y cuya fuente no he sido capaz de encontrar. Cuando el gran compositor
Giuseppe Verdi visitó Rusia, se sintió profundamente impresionado por la figura
de los cocheros. Subidos en sus pescantes, a merced del más terrible de los
fríos, esperaban durante horas a que los usuarios de sus coches requirieran sus
servicios. Más de uno era hallado en estado de congelación, muerto en su
puesto, aguardando la orden de partir. Este recuerdo ajeno trae de la mano una
imagen más reciente que saltó a los medios hace un par de meses, la de un
cuerpo tendido en el suelo y cubierto por una manta de aluminio: el de un joven
repartidor de comida a domicilio, muerto en Barcelona tras ser arrollado por un
camión.
El semáforo se ha puesto verde hace no sé cuánto tiempo, pero
nadie me lo ha indicado con una ráfaga de luces o un bocinazo, porque sigo sola
en este tramo de la calle. Arranco el coche y me dirijo hacia mi casa. Los
repartidores se alejan pedaleando con energía, las espaldas inclinadas bajo el
peso de sus enormes mochilas. Sumida en la confortable burbuja de la
climatización, voy pensando en los pasajeros de esta y otras muchas
intemperies.
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