PRIMATES
Me encanta conocer las historias de la gente. De
hecho, lo que escribo –tanto en mis relatos como en este blog— se nutre en gran
medida de lo que las personas me cuentan sobre sí mismas o lo que otros me
cuentan sobre ellas. (Sí, sí: es un peligro intimar conmigo. Uno puede verse
catapultado, sin pretenderlo, a la categoría de personaje secundario o incluso
protagonista de una novela. Pido perdón de antemano a todo el que pudiera
resultar afectado por esa irrefrenable tendencia mía). Pero volvamos a mi
afición a conocer las anécdotas y trayectorias vitales de mis congéneres. La
entrada que me dispongo a escribir está compuesta por este tipo de material,
con la salvedad de que no está referida a humanos. Aunque quizá la diferencia
no sea tan grande como en principio podría parecer.
Hace unas tres semanas, visité por fin el Centro de
Rescate de Primates Rainfer. Digo “por fin”, porque llevaba más de dos años
interesándome por sus actividades y apadrinando a uno de sus habitantes. La
visita duró tres horas; era el primer día de calor real de un verano que entró
tarde pero impetuoso. Hacía un sol de justicia y yo tenía encima todo el
cansancio del final de curso. No eran las mejores circunstancias, pero aun así
la experiencia resultó de lo más gratificante. Creo que no exagero al decir que
salí transformada.
Rainfer es un centro de acogida de primates que han
vivido en condiciones no idóneas, víctimas del tráfico ilegal, la explotación y
el maltrato. Los que allí trabajan realizan una labor extraordinaria que abarca
desde los cuidados cotidianos inherentes al mantenimiento y alimentación de los
animales hasta complicadas estrategias de integración de unos seres que han sufrido
en la mayoría de los casos situaciones traumáticas que les dificultan las
relaciones con sus semejantes. Es una tarea esforzada, lenta, paciente y que no
cuenta con respaldo oficial. No creo exagerar –es la segunda vez que utilizo
esta expresión en poco espacio— si los califico de héroes.
La falta de tiempo me impidió escribir esta entrada
cuando la visita estaba reciente y ahora casi me alegro de esa tardanza. Las
semanas pasadas desde entonces han realizado una labor de criba y estilización,
han seleccionado los detalles más significativos, las imágenes e historias que
me acompañarán durante tiempo, algunas para siempre.
Empecemos con las imágenes. Me quedo con las
siguientes: las manecitas de los monos capuchinos colándose por los resquicios
de la alambrada para llamar la atención de la cuidadora que ejerció de guía
durante la visita o para robar los objetos a su alcance con increíble pericia
y, en ocasiones, con peligrosa impertinencia. Recuerdo a uno de estos
graciosísimos animales –su gracia es precisamente la causa de su desdicha, lo
que los aboca a ser usados en espectáculos, lo que los pone en peligro de ser
adoptados de bebés y abandonados cuando llegan a la edad adulta— sentado detrás
de la valla, calculando las posibilidades de alcanzar un objeto situado al otro
lado y utilizando para atraerlo una ramita arrancada del suelo, como un
minúsculo homo habilis. Luego están
las miradas de los chimpancés. Profundas, divertidas, reflexivas, enigmáticas,
melancólicas. Miradas que atraen y asustan: es perturbador reconocerse de
semejante forma en los ojos de una criatura que ha sido dominada y explotada
toda su vida y que ahora, en el tramo final, nos observa desde el otro lado de un
recinto clausurado. Finalmente, la silueta grandiosa y solemne del orangután:
inmóvil, imponente, sentado con cierto aire de faquir o de sacerdote de una
religión ancestral. A la vez terrible y vulnerable.
Voy ahora con las historias. Se las debo a Marta
Bustelo, subdirectora del centro, que ejerció de extraordinaria maestra de
ceremonias. Gracias a ella conocimos la diligente solidaridad de Brutus, líder
de uno de los dos grupos de monos capuchinos, enérgico y dominante, pero a la
vez protector con los suyos hasta el punto de refrenar su instinto de comer
fruta hasta que el último miembro de su familia ha recibido la pieza que le
corresponde. Supimos del temor de los cuidadores ante la perspectiva de la
incorporación de tres macacos de Togian procedentes del zoo de Madrid; la fama
de agresividad que precedía a este trío hizo que se les bautizara con los
terribles nombres de Lucifer, Belcebú y Satanás (suavizados después, tras su perfecta integración en la
vida del centro, en los más dulces diminutivos Lucy, Belce y Sata).
El recinto de los chimpancés es el que trajo
aparejadas más historias. Conocimos allí a Maxi, el entrañable abuelito al que
la dureza de su existencia le ha producido un raquitismo que le hace parecer
anclado en una infancia eterna. A Manuela, rescatada de bebé y criada en
condiciones óptimas: fuerte, de precioso pelaje, expansiva, divertida,
sociable. Capaz de lanzar besos con la intención de ser recompensada con una
ración extra de alimento. A Guille, el más tierno y vulnerable, el chimpancé
tuerto que se planta frente a los visitantes para realizar un extraño ritual de
movimientos y ruidos pretendidamente amenazadores que enmascaran a duras penas
su pánico frente a los extraños. Guille tiene a sus espaldas un largo historial
de no integración y de rechazo por parte de sus congéneres y ahora ha
encontrado su hueco en el grupo liderado por la carismática Manuela. Siento
especial preferencia por él (creo que no hace falta que diga que es mi
apadrinado).
Dejo para el final al solitario Boris, único
primate del centro que no convive con un miembro de su especie, sino que
comparte recinto con dos gibones con los que ha llegado a un pacífico y
distante entendimiento. La existencia de Boris ha transcurrido en el mundo del espectáculo,
lo que ha desarrollado en él una aversión al ruido y un intenso deseo de
tranquilidad. Como ya dije más arriba, hay algo venerable en su imponente
figura, un aire meditabundo y casi me atrevería a decir que espiritual. Es el
monje budista de Rainfer. No siempre es fácil verlo: los visitantes humanos le
traemos, sin duda, recuerdos indeseados, y en ocasiones sólo quiere preservar
su soledad. En esos casos, abandona el recinto al aire libre y se encierra en
el cobertizo que le sirve de dormitorio dando un portazo. Este reflexivo monje
budista tiene también sus breves momentos de ira.
Las imágenes que acompañan esta entrada han sido
extraídas de periódicos digitales y de la propia página web de Rainfer. No fui
capaz de hacer una sola foto durante mi visita, de igual manera que no
fotografiaría a una persona que me hace confidencias sobre su vida. Sus
protagonistas son, respectivamente, Willow, el macho dominante de uno de los
dos grupos de monos capuchinos; Manuela, la expansiva líder de una de las tres
familias de chimpancés y, cómo no, el serio y meditabundo orangután Boris. No
caigamos en la tentación de creer que son tres primates cualesquiera. Ninguno
lo es.
Buenas tardes Beatriz, leer tus entradas acerca de libros, de cuadros o como esta de primates me conecta siempre con la mejor parte de mi interior y me deja siempre interesada por lo que nos cuentas, deseando que llegue la próxima publicación. Tienes una capacidad para comunicar enorme, y admiro ademas tu maravillosa constancia y el cuidado y amor que pones en tu trabajo ademas de lo requetebién que escribes, . Muchas gracias por seguir ahi. Entregando tanto.....
ResponderEliminarCuánto siento no haberte contestado hasta ahora, Marga. Un problema técnico me ha impedido leer los últimos comentarios del blog hasta hace un par de días. Muchas gracias por tus amables palabras. Espero que sigas mucho tiempo ahí, "conectando con la mejor parte de tu interior".
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