LECTURAS DE JUNIO (2025)
Llámalo sueño, la
monumental obra de Henry Roth, arranca con un prólogo que es uno de los más
deslumbrantes comienzos de novela que recuerdo haber leído. Es mayo de 1907,
momento de mayor afluencia de emigrantes a Estados Unidos. Un pequeño vapor
abarrotado de recién llegados de tierras europeas hace una escala en Ellis
Island, a la espera de partir hacia su destino definitivo, Manhattan. Tras
describir con extraordinaria viveza el trasiego de gente que baja a tierra o
embarca, la mirada del narrador se centra en un pequeño grupo humano, formado
por una pareja joven y un niño de corta edad. Son los miembros de una familia
que acaba de reunirse. Él lleva tiempo en Nueva York y la mujer y el bebé
acaban de llegar de Europa, pero lo que debería ser un momento de felicidad es,
sorprendentemente, una situación de enorme tirantez. El marido solo encuentra
motivos de enfado, la esposa intenta por todos los medios suavizar su ira. El
niño parece ser uno de sus mayores motivos de desencuentro. Este pequeño que
sufre el cruce de tensiones entre sus progenitores es David, el protagonista de
esta novela de iniciación a la vida. Todo está contado desde la perspectiva de
este chiquillo temeroso de su padre y unido por un precioso vínculo de afecto
(también de sobreprotección) a su madre. Instalado en sucesivos barrios judíos
de la ciudad, exploramos a través de sus ojos los edificios, el paisaje urbano
y las relaciones entre los humanos que lo habitan, con particular atención a
los niños. El retrato que hace Roth del mundo infantil es de un realismo
inmisericorde: el interés, el egoísmo, la indiferencia y la insensibilidad
dominan el trato diario del apocado David con sus vecinos, con los chicos del
barrio, con sus primas. El tema del miedo está explorado con exquisita
sutileza; un miedo que domina la existencia del protagonista en sus múltiples
facetas: miedo a las reacciones violentas de su padre, a perder el papel
central en la vida de su madre, a no saber participar en los juegos de otros
niños, al contacto con el sexo femenino, a los castigos físicos del rabino que
le enseña a leer los textos sagrados y, de forma especialmente expresiva, al
sótano de su primera vivienda, frente a cuya amenaza oscura solo consigue pasar
si su madre lo mira desde lo alto de la escalera, en una maravillosa plasmación
simbólica de la balsámica presencia materna, única forma de combatir el miedo a
vivir.
Siempre es interesante hacer
el paso de la ficción a la no ficción con un autor al que se ha conocido en la
primera de estas facetas. Es como rascar la superficie de la fabulación para
descubrir qué hay de auténtico ahí debajo, para adentrarse en la personalidad
de un escritor que, posiblemente, también en la no ficción esté enmascarando
parte de sí mismo, en un juego de sucesivas ocultaciones. Así lo he hecho con
Mariana Enríquez, con la que tuve mi primer contacto hace algo más de un año a
través de los relatos contenidos en el volumen Las cosas que perdimos en el
fuego, una perturbadora experiencia de lectura que sentí muy próxima a mi
sensibilidad. Acompaño ahora a la narradora a territorios a priori no
menos sombríos e inquietantes que los escenarios en que transcurrían los
mencionados relatos: los veinticuatro cementerios que dan pie a otros tantos
textos breves agrupados bajo el ingenioso título de Alguien camina sobre tu
tumba. Y el verbo «acompañar» es muy adecuado en este caso, ya que el
lector tiene la impresión de caminar junto a la autora, con la que recorre los
variados camposantos, antiguos y modernos, ostentosos y austeros, decadentes y
esplendorosos, para detenerse frente a las tumbas, observar las piezas de arte
funerario y escuchar lo que Mariana Enríquez tiene que decir acerca de la
historia del recinto o de sus difuntos más ilustres. La personalidad turbia y
siniestra que se desprende de los cuentos de Enríquez se encuentra también
aquí, pero aderezada por un elemento inesperado. El humor, ya presente en el
título, salpica estas excursiones funerarias en las que la autora cuenta con
desenvoltura anécdotas de su vida o incidentes nada solemnes sucedidos durante
sus visitas. Vemos así a una Mariana veinteañera que acude al cementerio
genovés de Staglieno con un violinista callejero al que acaba de conocer,
perfecta encarnación del artista romántico que desata la exaltación sentimental
de la entonces jovencísima autora. Conocemos más adelante a sus amigos y
sucesivas parejas, que la acompañan (o rehúsan hacerlo) en sus posteriores
paseos por cementerios americanos y europeos. Presenciamos las reticencias que
estos plantean, su extrañeza, su rechazo incluso ante tan lóbrega inclinación.
Tenemos ocasión de conocer también a los guías, algunos de ellos improvisados,
que ilustran a la autora sobre el pasado de los recintos. Experimentamos
incertidumbre y diversión a partes iguales cuando, ya a una edad más que
respetable, la escritora aprovecha el desmayo de un compañero de visita para
desligarse del grupo y robar un hueso en las catacumbas de París, en el
episodio más irreverente y macabramente cómico del libro. Por las páginas de
esta obra desfilan bellísimas esculturas fúnebres, extravagantes mausoleos,
familiares desconsolados, muertos malditos, peculiares ritos mortuorios,
ladrones de tumbas, necrófilos. Los amantes de los cementerios —yo misma lo
soy— disfrutarán sin duda con estas visiones que oscilan entre lo lúgubre y lo
novelesco. Las Marianas de diversas edades que aderezan esta aventura son sabias,
excesivas, tenebrosas, irónicas, imprevisibles: unas excelentes compañeras de
viaje.
De vez en cuando, me gusta
lanzarme sin paracaídas a la lectura: elegir un libro sin referencia ni
recomendación alguna, simplemente porque la imagen de la cubierta o su título
ejercen un poder de atracción del que no deseo sustraerme. Así me ha sucedido
en el caso de El jardinero, el escultor y el fugitivo, del escritor
argentino César Aira. Cuando buscaba una novela de otro autor que contenía en
su título la palabra «jardinero», el catálogo de la biblioteca digital tuvo a
bien informarme de que no contaba entre sus fondos con el libro solicitado,
pero sí con otros que respondían a denominaciones vagamente similares. Atraída
por la sugerente encadenación de sustantivos de su título, llegué a este
tríptico de novelas breves cuyas tramas están vinculadas por la idea del viaje
y que están atravesadas por el mismo espíritu singular. César Aira, por lo que
he podido comprobar en este primer contacto con su obra, es un autor de pasmosa
originalidad. Ya el hecho de ser original, aunque sea de forma moderada, es algo
en mi opinión reseñable: me parece harto difícil crear algo distinto a estas
alturas de la historia de la literatura. Aira lo consigue y —me da la
impresión— sin hacer demasiado esfuerzo. Como ya he mencionado y como su título
deja entrever, El jardinero, el escultor y el fugitivo está formado por
tres historias. En la primera, el protagonista es un escritor prestigioso que,
en el tramo final de su carrera, solo encuentra impulso para seguir creando si
comparte sus escritos con el hombre sencillo que cuida de su jardín y que, en
un momento dado, cae víctima de una severa depresión. Idéntica melancolía es la
que embarga al ayudante de un escultor de la Grecia clásica, lo cual lleva a
este último a emprender un viaje hasta un oráculo de la misma manera que el
protagonista del anterior relato se adentra en su proceloso jardín, en busca de
una solución para tan sombrío estado de ánimo. La historia que cierra el
volumen no es la de una búsqueda, sino la de una huida, la protagonizada por un
individuo que, para salir de su atonía vital, se labra una carrera criminal que
lo obliga a abandonar su comodidad y a vivir en una constante fuga. Aira
transita por estas historias de planteamientos inesperados y que nunca siguen
los cauces que espera el lector, y lo hace con la naturalidad más absoluta. Es
un narrador sorprendente. No tengo que decir, supongo, que pienso seguirle la
pista para experimentar el placer de sentirme sorprendida por sus escritos una
y otra vez.
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