NUESTRO AMOR NO MATA

Son solo dos. Ocupan un espacio mínimo en la manifestación del Orgullo de Madrid, entre pancartas gigantescas, batucadas, banderas multicolores ondeando al viento, grupos organizados que danzan, grupos no tan organizados que se acercan al público para lanzar consignas, sonrisas y chorros de agua propulsados con pistolas de plástico, las únicas armas presentes (aparte de las de seducción). Cuando llegan a la altura del puesto tras las vallas donde llevo un tiempo indeterminado apostada y luchando con la multitud, cámara en ristre, he visto ya pasar a bailarines de samba, a políticos en estado de ebullición, a jóvenes de belleza increíble muy vestidos o muy desnudos, maquillados, mágicos, evanescentes. Los que presenciamos el desfile hemos alzado los brazos por turno a requerimiento de un animador pertrechado con un megáfono (ahora que levanten la mano los menores de treinta…, los mayores de cincuenta…, los que son inmigrantes…), empeñado en demostrar que el gentío agolpado en los márgenes del Paseo del Prado es tan diverso como la esencia de la celebración. Hemos coreado a gritos, como no podía ser de otra manera, una canción de Camilo Sesto que habla de la inevitable concordancia entre el amor y la muerte. Hemos pegado saltos al ritmo de las sucesivas batucadas. Estamos acalorados y mojados a partes iguales; los que llevamos gafas tenemos los cristales marcados por los implacables ataques con pistolas de agua.

Y entonces aparecen ellas. Como ya he dicho, son solo dos. No son llamativas, no llevan ropas deslumbrantes ni han empleado largo rato en maquillarse antes de acudir al desfile. Ambas han dejado atrás la juventud hace mucho, tienen el pelo canoso e indumentaria informal; una de ellas camina con dificultad, apoyada en un bastón. Entre las dos portan una bandera multicolor en la que se lee el siguiente mensaje: «Nuestro amor no mata». Son como una burbuja en el despliegue de música, colores y exceso; un reducto de intimidad y resistencia. Una pareja que se ha amado a pesar de todo, en una relación sometida durante años a la persecución y el escrutinio, a pesar de basarse en el más inofensivo de los amores. Uno que no mata, como no sea, igual que en la canción de Camilo Sesto, a fuerza de pura intensidad. En una esquina de la bandera, una consigna escrita sobre un corazón recoge con encantadora sencillez esta poderosa unión de dos contra el mundo: «Ella y yo».

Entonces ocurre algo inesperado: el público que bulle a mi alrededor y que lleva largo rato sometido al mareo de los más diversos estímulos se une para dedicar a la pareja una cerrada ovación. Las mujeres se detienen y se vuelven hacia nosotros. Una de ellas alza un puño en un ademán de manifestante de toda la vida; la otra sonríe con timidez, sin apartar la mirada de su compañera. Yo solo puedo pulsar el botón de disparo de mi cámara. Me cuesta encuadrar: antes tenía las gafas húmedas y ahora también los ojos. Cuánto orgullo siento.


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