COSAS QUE APRENDO LEYENDO NOVELAS
Hace
no mucho, una persona amante de los libros pero poco aficionada a la narrativa
me comentó que no le veía sentido a leer novelas. Le parecía una pérdida de
tiempo dedicarse a seguir tramas inventadas, peripecias vividas por personajes
ficticios, en lugar de, por ejemplo, empaparse directamente de las ideas de un
pensador a través de un ensayo o de los sentimientos verídicos de un ser humano
a través de la poesía.
No
es la primera vez que recibo este tipo de comentarios; es lógico que sea así,
dada mi marcada preferencia por las historias de ficción. Los dardos de los no
adeptos, por tanto, se dirigen con frecuencia contra mí. No me parece mal: en
el fondo, me produce cierta rabia esa marcada incapacidad mía para leer todo lo
que no sean vidas inventadas. Una mudanza en la que sigo inmersa y que ha
trastocado sobremanera mi mes de agosto me ha obligado a recolocar hace unos
días los ejemplares que forman mi biblioteca. Una vez más, he constatado que la
sección de narrativa se come literalmente al resto de los géneros.
No
voy a hacer aquí una defensa de la novela. Los que la aman tanto como yo no la
necesitan; los que no la disfrutan, menos aún. No hablaré de lo que nos enseña
sobre nuestros semejantes y, por tanto, sobre nosotros mismos; no mencionaré lo
acompañados que nos hace sentir cuando nos desvela la intimidad de otro ―como
sólo un autor puede hacerlo con su criatura― y nos descubre un espejo de
nuestras propias debilidades, que tal vez creíamos únicas. De lo que sí voy a
hablar es de lo que se aprende leyendo novelas. Es un aprendizaje asistemático
y casual, compuesto de saberes inconexos, muchas veces anecdóticos o
prescindibles, pero también dotados del encanto que les da su carácter
inesperado, gratuito, voluntario. Lo reconozco: con frecuencia recuerdo datos
que llegaron a mí aderezados por una historia y unos personajes y que tal vez
habría olvidado de haberlos encontrado en la frialdad del ensayo o el libro de
texto. Los descubrimientos que nos asaltan en las páginas de una novela son
como hojas que se arremolinan a nuestro paso y que podemos detenernos a recoger
o ignorar para seguir adelante, urgidos por la trama. Si decidimos lo primero,
es probable que las encontremos muchos años después, guardadas en nuestro
bolsillo.
Esta
semana, leyendo la novela Tiene que ser
aquí, de la escritora irlandesa Maggie O`Farrell, he aprendido algo
precioso que no me resisto a compartir en este espacio. Una mujer madura que
acaba de descubrir que su marido tiene un hijo fuera del matrimonio reflexiona
con tristeza sobre sus embarazos frustrados. Piensa en esos niños que no
llegaron a nacer, los imagina ya crecidos, formando parte de una vida que ahora
se le antoja vacía y desolada. Y entonces recuerda el único idioma del mundo
que posee una palabra para designar a esos hijos malogrados: «Pensaba también en lo que había leído una
vez en alguna parte, que la única lengua que tenía una palabra para esa clase
de existencia era el romaní: “detlene”. Los llamaban “detlene”. El espíritu
errante de los niños que nacen muertos o se pierden antes de tiempo, niños que
innegablemente tuvieron vida, pero solo dentro de su madre».
Disponer
de una palabra que designa una realidad da a esta un carácter más tangible; me
atrevo por ello a pensar que, para un hablante de romaní, estos espíritus de
los niños muertos tienen una mayor presencia que para un hablante de otra
lengua. De igual manera, las palabras surgen para nombrar lo que una cultura valora
o considera importante. Recogen las inquietudes de un grupo humano y les proporcionan
solidez: es el hermoso círculo vicioso del lenguaje. Me pregunto si habrá algún
idioma en el mundo que posea una palabra para nombrar esas mil cosas
importantes a las que habitualmente nos referimos con un rodeo. Para nombrar,
se me ocurre, a los amigos de infancia que reaparecen al cabo de los años, o a
los que fueron íntimos en su momento pero han salido de nuestra vida. Para
designar los lugares que nos producen una inquietud inexplicable y aquellos
otros en los que resulta fácil conciliar el sueño. Para llamar a los
desconocidos que nos inspiran una curiosa sensación de familiaridad. Tendré que
esperar a descubrirlo, tal vez, entre las páginas de alguna novela.
A los ensayos les faltan los sentimientos, las razones, los motivos, los móviles, la realidad interior, por eso la literatura es más verdad, porque completa. Nosotros también tuvimos que donar libros por falta de espacio, y con pena nos desprendimos de los de ensayo pero no entregamos ni un sólo ejemplar de literatura. Como siempre un magnífico artículo Beatriz. Un abrazo. Pili Zori
ResponderEliminarModificando la archiconocida frase (de variada atribución, por cierto) según la cual tres mudanzas equivalen a un incendio, diré que esta mudanza a la que acabo de sobrevivir ha tenido más bien un carácter de naufragio. Ha habido un momento en que tenía todas mis pertenencias flotando a mi alrededor, sin ser capaz de alcanzar ninguna de ellas para utilizarla. Por supuesto, mientras ha durado esta situación, a las personas que me han enviado correos o han hecho comentarios sobre mis escritos les ha tocado esperar a que la marea arrojara mis objetos a la costa y yo pudiera reubicarlos y hacer uso de ellos.
EliminarGracias por tu comentario, tan agudo y alentador como siempre, Pili. Lo explicas muy bien. Sólo precisaré que a lo mejor la literatura resulta más verdadera a las personas como tú y como yo, que entendemos mejor si nos hablan de sentimientos, motivos y realidades interiores. Un abrazo.