LA MISMA PLAYA

Aquí estamos un verano más. Probablemente, muchos somos los mismos, pero no nos reconocemos. Nos hemos cruzado en años anteriores, fijándonos tal vez en determinada característica física, en el bañador o en la ausencia de este, en el perro o en el niño que nos acompañaba, en el sombrero que nos quedaba tan ridículo, en el libro que leíamos sentados frente al mar. Aun así, no podríamos afirmar que nos conocemos. Y, sin embargo, esa es la sensación que tengo, aquí en la playa de mis seis últimos veranos: la de una profunda familiaridad, la de estar rodeada una vez más por antiguos camaradas de los que no conozco el nombre ni las circunstancias, pero que me transmiten una sensación de calidez, de tribu en la que todos nos sentimos incluidos. Es, probablemente, lo que transmitimos los seres humanos cuando nos despojamos de las ropas y las prisas, cuando olvidamos los horarios y dejamos de lado la constante lucha por asentar nuestro puesto frente a la amenaza de los demás.

Volvemos un verano y otro a esta playa con la misma pertinacia de las olas que se suceden en la eterna tarea de romper en la orilla. Volvemos tal vez con una tristeza más en nuestra trayectoria vital, con un familiar o un amigo menos, con una enfermedad que ha ganado terreno desde el pasado mes de julio y que nos dificulta las antes gratas tareas de caminar sobre la arena, de tumbarnos en la toalla, de adentrarnos en el mar. Tenemos tal vez las piernas cansadas y el espíritu un poco más viejo; nos esperan a la vuelta amenazadoras citas médicas o crisis familiares que no podemos aplazar más. Aun así, aquí estamos, unidos por la bendición de la brisa y de las olas. Volveremos el próximo mes de julio. O tal vez no. Pero si volvemos, nos cruzaremos de nuevo, familiares y anónimos, sin reconocernos del todo, pero con la intuición de que un año más estamos aquí todos, en la misma playa, recibiendo este regalo del mar.

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