DEMOLICIÓN PERPETUA
Es la
hora de la siesta y estoy plácidamente tumbada con un libro entre las manos. No
tengo nada que hacer por la tarde, el libro me está gustando y hasta hace unos
instantes me inundaba esa grata sensación nacida de la alianza entre la
necesidad de descansar y el tiempo disponible para hacerlo. Todo podría ser
perfecto, pero no lo es. No leo, no descanso, no me dejo llevar por la placidez
del sopor de sobremesa. Permanezco mirando al techo con los ojos abiertos de
par en par mientras mi cerebro da vueltas y vueltas a una sola idea: han
vuelto. Tan conciso y descorazonador pensamiento se repite en bucle, acompañado
por un golpeteo rítmico que invade la habitación (y mi cerebro). Podría ser la
percusión de la banda sonora de una escena de suspense. Podría ser el latir de
un corazón gigante. Podría ser el tantán que transmite un mensaje amenazador en
la novela de aventuras de la que acabo de convertirme en protagonista. Pero no.
Se trata del golpear sonoro de unos martillazos. Forman parte, junto al ruido
de taladros, lijas, percutores, radiales, mazas, cortadores de azulejos y demás
instrumentos destinados a demoler, lijar, cortar y agujerear, de la sinfonía de
la reforma que acompaña mis días desde hace ya casi cuatro meses.
Haré
un inciso para un par de aclaraciones (y de incertidumbres). La primera, que el
horrísono acompañamiento sonoro me llega a través del techo y las paredes
cuando el piso que está siendo demolido y reconstruido de la nada es el que se
encuentra justo debajo del mío. Misterios de la propagación del sonido en los
edificios surcados de conductos de aire acondicionado centralizado, supongo. La
segunda se refiere precisamente a los motivos de semejante hecatombe: ¿qué
puede impulsar a los propietarios de un piso relativamente nuevo a descartar
tabiques, paredes, suelos y mobiliario de cocina y baños para proceder a construir
todo a partir de cero?
Llevo
ya un número considerable de semanas rumiando mi descontento e intentando, sin
éxito, que este encuentre eco en las personas cercanas a mí. He fracasado. Al
parecer, todo ciudadano de bien tiene claro el derecho de los dueños a realizar
cuantos reformas-demoliciones-destrozos-reconstrucciones juzguen oportunos. El
vecino de pro debe soportar las molestias con estoicismo, sin reproche alguno,
considerando que en cualquier momento puede necesitar ejercer ese derecho de hacer
temblar los cimientos del edificio y los nervios de los que viven pared con
pared. De este intercambio de puntos de vista me ha quedado clara una cosa: no
soy una ciudadana de bien ni una vecina de pro. En parte, supongo, porque mis
circunstancias personales hacen presagiar que nunca me encontraré en posición
de destruir y sacar de la nada un espacio totalmente nuevo donde instalarme. Soy,
en cambio, una vecina rencorosa, quejica, con los nervios de punta, que lleva
la cuenta de las semanas previstas para la reforma (y convenientemente publicadas
en el portal al inicio de esta obra interminable) y que no perdona ni una hora
extra. Y estos martillazos que sacuden las paredes de mi imposible descanso de
sobremesa se están produciendo fuera del plazo previsto.
Dado que no puedo leer ni descansar ni mucho menos dormitar, me dedico al noble arte de la reflexión. También a imaginar un poco. Como ya he mencionado antes, me imagino por un momento convertida en heroína de acción, surcando las procelosas aguas de un río tropical, escuchando con el corazón en un puño el resonar de tambores lejanos que implican el intercambio de mensajes entre tribus que no alcanzo a ver en medio de la espesura de las orillas y a las que presupongo hostiles. No está mal, sentirse protagonista de Conrad a la hora de la siesta. Pero esta fantasía dura poco. Es sustituida por una loca sucesión de imágenes de interiores. Salones, pasillos, bóvedas, arcadas, columnas. ¿Qué se está construyendo el vecino de abajo?, pienso con amarga ironía. ¿Una réplica en miniatura de la Mezquita de Córdoba? ¿Un salón de espejos versallesco? ¿Una sala de baile rococó? ¿Seré invitada a la inauguración de tan exclusiva morada…? Pienso entonces que llevo toda la vida conformándome con casas que han utilizado otros previamente, con distribuciones de espacio que nunca son las ideales, con escenarios domésticos con frecuencia mejorables a los que he tenido que amoldarme y no al revés. Mi mal humor crece varios enteros. Los martillazos, también.
En esto, mi pensamiento toma un derrotero inesperado, que nada tiene
que ver con habitaciones ni muros derruidos ni acuchillado de suelos. Me
planteo si esta tendencia a la demolición, esta necesidad de instalarse en un ambiente creado
de forma exclusiva para albergar la propia existencia, tendrá relación con el
inmisericorde afán destructor que guía el funcionamiento de nuestras
instituciones. Lo he vivido durante tres décadas en mi trabajo de docente a
través de una interminable sucesión de leyes educativas. Nuevo gobierno,
aniquilación del marco legal que tanto había costado asimilar y poner en práctica
(en ocasiones, incluso comprender). Y lo mismo podría aplicarse a otros niveles
de la vida pública. Lo que ha hecho el rival político es inservible por
definición. Lo primero, tras aposentarse en el poder, es derribar, demoler,
tirar por tierra, pulverizar, para después erigir un edificio nuevo en el
espacio descarnado y vacío resultante. Mucho mejor eso, qué duda cabe, que preservar
lo bueno de lo que ya existe y seguir construyendo a partir de ahí. Qué inmenso
desprecio hacia lo ajeno, qué petulante confianza en lo propio, pienso con
amargura. Vivimos en un perpetuo proceso de demolición que no tiene como único
motivo (ni siquiera como principal motivo) el bien común. A estas alturas de mi
fallida siesta, mi rabieta de vecina irritada ha pasado a un segundo plano y los
golpetazos de los martillos han adquirido un nuevo significado, mucho más
siniestro.
En mi pueblo se decía que si hablabas solo por la calle es porque estabas loco o porque tenías albañiles en casa. O en la casa de abajo, añadamos.
ResponderEliminarMe parece de lo más acertado, Rubén. En realidad, esto de escribir en el blog es mi forma de hablar sola, aunque de vez en cuando mis palabras encuentren eco en lectores como tú.
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