LECTURAS DE OCTUBRE (2025)

Los aficionados a la novela negra estamos de enhorabuena: ha nacido un singular investigador que, en el caso de los lectores españoles, presenta el aliciente de desenvolverse en rincones muy familiares de nuestra geografía, las calles de la monumental y (solo en apariencia) apacible ciudad de Segovia. Se trata de Jean Ezequiel, salido de la pluma del también segoviano Juan Carlos Galindo, del cual, por lo poco que sé de este autor, tiene bastante de alter ego. Ezequiel es de esos investigadores atípicos que se granjean la simpatía del lector desde la primera página. Periodista y creador de un pódcast, fanático del true crime desde que, de adolescente, presenció el suicidio de una mujer que se arrojó desde lo alto del Acueducto (¿puede haber una muerte más segoviana?), tiene olfato para percibir lo que no encaja en las versiones oficiales y perseverancia para indagar contra corriente. Es, además, un personaje de estampa característica: ataviado con chaqueta, chaleco y pajarita y cubierto con su sombrero fedora, recorre incansable las calles, visita asiduamente cafés y restaurantes, pasa por delante de monumentos y piedras gloriosas y sigue, pese a los años, asombrándose frente a la belleza de una ciudad considerada tradicionalmente un lugar donde el crimen no tiene cabida. Pero no es así. En Hontoria, novela en la que Galindo presenta a su personaje, un triple asesinato en el seno de una familia influyente sacude los pilares de la alta sociedad local, esa sobre la que afirma el protagonista y narrador: «La gente con auténticos posibles en Segovia (quienes poseen la clase de dinero viejo que no se gasta) vive menos oculta que agazapada». Agitar a quienes están atrincherados en sus mansiones y fortunas y sacar a la luz los secretos más blindados se convierten en los objetivos de este hombre familiar, poco dotado para la acción física pero capaz de colocarse en posiciones de peligro que pocos afrontarían, llevado por su amor desmedido al crimen y sus oscuros recovecos. Lo acompañan en su aventura la incansable Rodolfa Vals, directora de un periódico local y mentora del protagonista en sus primeros tanteos periodísticos; Mariano Larrea, un policía nacional retirado que no consigue mantenerse al margen de su profesión; su amigo de adolescencia Simón, fanático como él de los sucesos y que ha encarrilado dicho interés hacia la ciencia forense, así como un buen número de camareros que atienden a las necesidades de Ezequiel, no solo físicas, y Alfredo, un taxista que tiene la dudosa fortuna de cruzarse en su camino siempre que el periodista decide emprender la persecución de un sospechoso o necesita llegar en tiempo récord a la estación de tren. Y, por supuesto, la ciudad. La hermosa y venerable Segovia, jalonada de fachadas históricas cerradas a cal y canto que son para nuestro protagonista una invitación a investigar.

El capítulo IV de esta novela de juventud de Fiódor Dostoyievski comienza con la descripción de una fiesta en casa de un funcionario de alto rango. La opípara comida, el brindis, el baile, la elegancia de los asistentes, la belleza y la emoción de la hija del anfitrión, cuyo cumpleaños se celebra… y el protagonista de la historia observando todo este despliegue desde fuera, oculto en el descansillo de la escalera de servicio, rodeado de trastos viejos. No cabe una mayor exclusión, una imagen más poderosa de soledad y aislamiento. Así nos presenta Dostoyievski al protagonista de El doble, el señor Goliadkin, un funcionario de vida rutinaria que desde el primer momento se nos revela como una personalidad tortuosa, sumida en las contradicciones y con un punto de vista volátil y distorsionado sobre la realidad. Este individuo, al que se le ha vedado el acceso a la celebración en honor a la muchacha por la que se siente atraído, está a punto de encontrarse en las calles de San Petersburgo, oscuras y azotadas por un temporal de nieve, con una figura inaudita: un hombre idéntico a él mismo. Así se desencadena la trama inquietante y por momentos angustiosa de esta novela que se suma a las numerosas historias sobre misteriosos seres idénticos, pero que se lleva ese motivo tradicional al terreno de lo psicológico e incluso metafísico. Lo he leído en alguna reseña y es fácil comprender la referencia: Kafka ya está aquí, en las extrañas evoluciones del desequilibrado Goliadkin, en los diálogos llenos de malentendidos entre los interlocutores y que con frecuencia entran de lleno en el terreno de lo absurdo. Un ejemplo: cuando el doble obtiene un puesto en la misma oficina del protagonista, este nota, con horror y desconcierto, que nadie se extraña por el parecido ni por el hecho de que el recién llegado se llame igual que él. Interpela entonces a un compañero, que le dice, tras pensarlo un poco, que ha notado entre ambos «cierto aire de familia». Estupefacto, Goliadkin insiste. Al cabo de un rato, el compañero llega a la siguiente conclusión: «Es un parecido prodigioso, fantástico… Él es igual que usted». La realidad se ha vuelto líquida y cambiante, nada obedece a la lógica que conocemos y Goliadkin se ve embarcado en un viaje alucinado, con tintes de pesadilla, y los lectores con él. Ya tenemos aquí a Kafka, en efecto, pero también a otros escritores posteriores que han explorado la dudosa percepción de la realidad y el sinsentido de la existencia; me vienen a la cabeza Emmanuel Carrère en El bigote y Jon Fosse en Melancolía. O más bien es que las huellas del universo de Dostoyievski, incluso el creado a tan temprana edad, siguen estando entre nosotros.

Esta novela con título de bolero de Agustín Lara es mi primera aproximación a la narrativa de la autora mexicana Ángeles Mastretta. El tono sentimental y exaltado del verso que le da título nos prepara para una historia de amor en la que las emociones desbordadas sean las protagonistas. Y sí, pero no. En Arráncame la vida, Mastretta nos lleva de la mano, a un ritmo endiablado, por cimas y valles de la exaltación amorosa, sorteando con éxito las caídas en lo previsible, haciendo alarde de agudeza y sentido del humor, creando un personaje femenino memorable cuyo viaje desde la casi infancia hasta la madurez es el hilo conductor en el que se engarzan tramas sentimentales, pero no solo. Ella es Catalina Guzmán, que se convierte a los quince años en la esposa del general Andrés Ascencio, un hombre mucho mayor que ella, dotado de una imparable ambición y una completa falta de escrúpulos. La historia del México del siglo XX, con sus turbulencias políticas, con su violencia y su corrupción, con sus insalvables diferencias de clase, es el telón de fondo de la relación entre estos dos personajes, el militar implacable que pone tanto empeño en sembrar su entorno de hijos ilegítimos como en aniquilar a sus enemigos, y la jovencita abocada a ser una esposa sumisa que vive de espaldas a la realidad, pero que resulta ser mucho más que eso. Y es que Catalina, como he comentado antes, es un personaje memorable. Impulsiva, divertida, imprevisible, alejada de concepciones pacatas de la condición femenina y la maternidad, frívola pero al mismo tiempo capaz de amar con toda el alma, hábil para moverse en el delicado equilibrio entre «no saber» de las actividades de su marido y darse por enterada cuando le conviene y ve la posibilidad de actuar. Mastretta no cae en la tentación, tan frecuente, de construir una heroína que se salta las convenciones de su tiempo y se convierte en adalid de valores actuales, que resultan anacrónicos en su contexto. Catalina no lucha contra lo establecido, pero busca fisuras por donde escaparse. Pasea su mirada irónica sobre las mujeres de su clase social, pero no deja de ser una de ellas: rodeada de lujo, atenta a los detalles materiales, mantenida entre algodones. Y es, eso sí, capaz de amar intensamente a alguien que no es su marido, pero de hacerlo sin caer en las garras de la ñoñería. Todo este delicado equilibrio lo mantiene la autora hasta el último párrafo de la novela, vadeándose con soltura entre el sentimiento y el humor, la anécdota amable y el detalle brutal, la fidelidad a la historia y la divertida desmesura de lo fabuloso.

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