PARÁBOLA DEL CONDE-DUQUE

En su interesante libro Un palacio para el rey, exhaustivo estudio sobre la construcción del Palacio del Buen Retiro durante el reinado de Felipe IV, los hispanistas John H. Elliot y Johathan Brown relatan una anécdota que me ha dado mucho que pensar, no solo por su significación histórica.

Don Gaspar de Guzmán, al que aún le quedaba tiempo para convertirse en el Conde-duque de Olivares, valido del rey y hombre más poderoso de la España de su tiempo, era a comienzos del XVII el heredero de un título nobiliario de rango medio, que iba acompañado de una fortuna no demasiado generosa. Era, por otra parte, un hombre de ambición desmedida, y tuvo claro muy pronto que su ascenso social estaría vinculado al futuro Felipe IV, de momento un niño que estaba aún lejos de heredar el trono. Con extraordinarias constancia y anticipación, Olivares puso todo su empeño en ganarse la confianza del futuro rey. No fue un camino fácil: el pequeño Felipe, débil de carácter pero propenso a los ataques de ira, no sintió en un principio ninguna simpatía por Olivares, un tipo altanero y que no se hacía querer. Esta relación nada fluida entre ambos es el germen de la anécdota a la que me refería más arriba y que me dispongo a contar.

El futuro Felipe IV tenía diez años y, a pesar de su corta edad, había contraído matrimonio con la hija del rey de Francia y disponía de sus propias estancias en un ala del palacio. Cosas de las monarquías de antaño. En una ocasión, en un ataque de mal genio, comentó con especial crueldad el aburrimiento que le producía la presencia constante de Olivares. Hemos de aclarar que, por aquel entonces, este último desempeñaba el cargo de gentilhombre de cámara del príncipe, puesto gracias al cual había conseguido una oportuna proximidad al futuro monarca y que implicaba tareas de enorme intimidad como vestir y desvestir al niño o atender a sus necesidades más básicas. Esta es la razón de que, en el momento en que se produjo el desagradable incidente, Olivares tuviera sujeto entre sus manos el bacín del príncipe, recipiente al que un lenguaje más coloquial y una situación menos palaciega otorgarían el llano nombre de “orinal”. El comentario del heredero al trono debió de ser hiriente en grado sumo, porque en la nula privacidad de los aposentos principescos, se creó cierta expectación en espera de la reacción del orgulloso Olivares. Esta fue sorprendente: el hombre llamado a regir los destinos de España, al que Velázquez retrataría montado en un brioso caballo con el gesto arrogante de los vencedores, alzó hasta sus labios el bacín, que presuponemos lleno, dio un solemne beso al recipiente y abandonó en silencio la estancia.

La calculada autohumillación de Olivares fue muy comentada en la corte y, no cabe duda, dio su fruto al cabo de unos años, cuando el niño malcriado que le había hecho objeto de sus desaires se convirtió en rey y lo elevó a la posición de principal consejero. A mí me parece una anécdota de lo más reveladora y no me la quito de la cabeza desde que la leí hace unos días. El beso al bacín lleno de desechos me parece una metáfora perfecta de las simas nauseabundas a las que debe precipitarse quien aspira a llegar a lo más alto. Como he leído en alguna ocasión, adónde no se descenderá para subir.

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