LECTURAS DE SEPTIEMBRE (2024)
«Tenemos trece, catorce
años. No tenemos edad». Así presenta la narradora protagonista de La memoria del alambre a la pareja formada por ella misma y su
amiga del alma, Carla. Es viernes por la tarde y las dos adolescentes se
preparan para salir con toda la parafernalia de pelo cardado, medias de red,
hombreras y bodis de licra de los años ochenta. Se lanzan juntas a la noche
igual que comparten los avatares de la vida diaria, sus escapadas del colegio,
las partidas de futbolín, los rollos sucesivos con chicos que pasan sin dejar
huella, las canciones coreadas a grito pelado en las discotecas, el tabaco y el
alcohol que ya corre a raudales por sus jóvenes cuerpos. Esta pareja que parece
eterna como todas las amistades de adolescencia no lo es; un brutal accidente
mutila a este dúo inseparable y condena a la superviviente a una vida sin
emociones de la que, veinte años después, la saca un inesperado correo
electrónico de la madre de su difunta amiga, que le lanza una extraña pregunta:
¿qué llevaba su hija en los bolsillos cuando la encontraron muerta? Con estos
mimbres construye la novelista Bárbara Blasco una historia dolorosa y
perturbadora sobre la amistad, la añoranza del pasado, la triste mediocridad
del presente y la intensa e irrecuperable sensación de estar vivo que se
experimenta en la primera juventud. Es fácil lanzarse con esta pareja de
pequeñas salvajes a vivir las noches ochenteras, con sus canciones, sus tribus
urbanas, sus indumentarias y maquillajes que entrarían de lleno en el terreno
de lo antiestético si no estuvieran teñidos por el filtro de la nostalgia. Es
fácil también, en el curso de esta historia que remueve y desasosiega, sentir
con intensidad el recuerdo de aquel amigo, aquella amiga de infancia o
adolescencia a cuya ausencia pensamos en su momento que no seríamos capaces de
sobrevivir.
Me
ocurre con el sargento Bevilacqua y la cabo Chamorro lo mismo que con el
inspector Wallander, creado por el prematuramente desaparecido (siempre es
prematura la muerte de los escritores que gozan de nuestra predilección)
Henning Mankell: los conozco desde hace muchos años, me encontré con ellos
cuando éramos (ellos y yo) muy jóvenes, los he visto enfrentarse a
contratiempos y desilusiones, he presenciado el declive de sus fortalezas
físicas de juventud y los he acompañado en la entrada en el siempre peliagudo
territorio de la madurez y el desencanto. Y cuando digo que los he acompañado,
lo he hecho como lectora y casi diría que como amiga, porque me he reconocido
en sus zozobras, he temido unas cuantas veces por su integridad y he deseado
muchas más contactar con ellos para compartir mi solidaridad o mis desazones.
Porque estos personajes tienen para mí entidad y vida autónoma y nadie me
convencerá de que existen solo en la medida en que los sueñan (o los soñaban)
sus creadores. Una persona muy cercana ha emprendido hace poco la tarea de
seguir en sus evoluciones a la pareja de la guardia civil creada por Lorenzo
Silva y me ha arrastrado, sin pretenderlo, en su empeño. Me he puesto por ello
a revisar novelas de la serie que había olvidado o a leer alguna que,
incomprensiblemente, me salté en su momento. Me he enfrentado así por primera
vez a la doble aventura, policíaca y personal, de un Rubén Bevilacqua cuarentón
y fácilmente impresionable por el sexo femenino en La
muerte y la doncella, y he releído
la más reflexiva y demorada La
reina sin espejo, detallada crónica
del devenir cotidiano de los investigadores y del conflicto entre diversos
cuerpos policiales a raíz del asesinato de una estrella de la televisión
catalana. Como sucede siempre en las novelas de Lorenzo Silva protagonizadas
por este singular dúo, los escenarios de la acción cobran gran importancia y
son descritos con tal viveza que el lector tiene la impresión de viajar con los
protagonistas: a la bella y solitaria isla de La Gomera en La niebla y la doncella, con el extraordinario contraste entre sus
paisajes desérticos y el perpetuamente brumoso Parque de Garajonay, corazón de
la isla y del misterio; a una Barcelona agitada y deslumbrante, llena de
rincones para la evocación, en La
reina sin espejo. Y, como ocurre
también en todas las novelas de esta serie, el lector proclive a ello se
sentirá arropado por las reflexiones inteligentes y atípicas del sin par
Bevilacqua y confortado por su relación de confianza y camaradería con su
ayudante Chamorro. Yo diría que casi me sirve de terapia acudir de vez en
cuando a este reducto de sentido común, de buenas intenciones, de limpio y sano
compañerismo.
Llevo
semanas avanzando con lentitud por las páginas de El
cementerio de Praga de Umberto Eco.
Llegué a este libro como más me gusta hacerlo: completamente a ciegas, atraída
–en este caso– por el señuelo de la mención en el título de uno de los lugares
más sugerentes que he visitado jamás. Y me di de bruces con un personaje increíble,
el infame Simonini, estafador, tramposo, amoral, experto en el arte de vadear
todas las aguas turbulentas y de servir a los más variados señores sin salir
nunca perjudicado. De la mano de este tipo tan poco fiable he atravesado los
intrincados vericuetos de la historia europea de la segunda mitad del siglo
XIX. Y lo he hecho con asombro y precaución, volviendo una y otra vez atrás en
la lectura, perdiéndome y reencontrándome, empecinándome en localizar algún
detalle esquivo y revelador o rindiéndome a la evidencia de que mis parcos
conocimientos históricos me hacen ir siempre a la zaga, luchando por alcanzar
no ya al escurridizo Simonini, sino a su creador, el desbordante Umberto Eco.
Lo reconozco: he estado unas cuantas veces a punto de darme por vencida y otras
tantas he sentido el impulso de seguir adelante, fascinada por el protagonista,
un hábil falsificador de documentos e inventor de bulos (¿puede haber un tema
de más candente actualidad?), obsesionado con demostrar la existencia de una
conspiración del pueblo judío para conquistar el mundo a partir de una
fantasmagórica reunión de rabinos en el cementerio de Praga. Este individuo sin
escrúpulos, maestro del disfraz y la impostura, que pone sus habilidades para
la intriga al servicio de los más variados fines, está detrás de los grandes
acontecimientos de su época, desde las campañas garibaldinas hasta el sórdido
caso Dreyfus, pasando por la guerra franco-prusiana. De su mano, Eco reflexiona
sobre la mentira, la endeble consistencia de la verdad, la manipulación de las
masas y los filtros que tiñen nuestra percepción de lo real. Me maravilla que
esta novela lleve publicada casi quince años; el inquietante panorama que
presenta haría pensar que se ha escrito antes de ayer. Como dirían los romanos,
nada nuevo bajo el sol. Por desgracia.
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