AUTÓMATAS Y KAMIKAZES

Viajar en el metro de Madrid se ha convertido en una aventura, un deporte de riesgo o una pesadilla, según el punto de vista de cada cual. El mío en los últimos tiempos es el de una persona lenta, con una rodilla no del todo operativa. A esto se une el hecho de estar inmersa en el proceso de adaptación a unas gafas progresivas que me marean más de lo esperable. Soy, pues, una participante bastante torpe en este despliegue de actividad frenética y reflejos instantáneos que se abre apenas se traspasa el umbral de la boca de metro. Si esto fuera un videojuego, yo estaría con seguridad en el grupo de los perdedores. 

Siguiendo con el símil del videojuego, la experiencia del metro se divide en varios niveles, con diferentes grados de dificultad. Apenas se pone un pie en las escaleras de acceso, se ingresa en el primero de ellos: el nivel de los kamikazes. Quien vaya abstraído, concentrado en los sucesos del día o en medir el grado de somnolencia matutina, en seguida será consciente del peligro cuando capte de reojo el vuelo raudo de una serie de cuerpos que se proyectan de forma vertiginosa escaleras abajo. No basta con situarse prudentemente en el lado derecho del escalón: nunca se hace demasiado rápido y estos cuerpos voladores rodean al jugador no tan diestro, lo esquivan, se filtran por intersticios inverosímiles, lo rozan (con suerte, solo eso) con el implacable vaivén de sus bolsos y mochilas. Son los kamikazes, criaturas de extraordinaria pericia y escaso respeto a las leyes físicas, que se precipitan por escaleras mecánicas, corren por pasillos y se lanzan al interior de los vagones en el instante mismo en que las puertas se cierran. Se libran de caídas, golpes y lesiones por muy poco. 

Tengo la suerte de vivir junto a una estación de metro en la que confluyen tres líneas, lo que me hace estar muy bien comunicada con distintas zonas de la ciudad. Pero esta ventaja práctica tiene su reverso; el vestíbulo de acceso es una auténtica maraña donde se cruzan las trayectorias de un sinnúmero de kamikazes dispuestos a abordar a toda costa el siguiente convoy que los conduzca en la dirección deseada. Viendo cómo esquivan los obstáculos de esta especie de campo de minas, viendo cómo bajan los escalones y corren por el andén cuando ya la sirena del metro anuncia su partida, me pregunto cuántos puntos ganarán en este videojuego en el que estamos todos inmersos si consiguen introducirse en el vagón y dejar fuera a sus rivales. A veces me detengo, aturdida, en medio del maremágnum. Me convierto entonces en un punto incómodo, un molesto obstáculo que hay que sortear, en medio del vestíbulo surcado de veloces proyectiles. En esos instantes de pausa, mientras mi puntuación como jugadora cae —supongo— en picado, he visto cosas increíbles. Ayer mismo, observé a una señora y a un niño que corrían como si la solución a todos sus problemas vitales se marchara encerrada en el convoy a punto de partir. Como había muchos viajeros alrededor, para evitar arrollarlos, la mujer iba gritando: «¡Paso, paso, paso…!». Me recordó a esas escenas de comitivas nobiliarias o reales de tiempos pasados, en que los sirvientes iban apartando sin contemplaciones a la gente del pueblo que osaba estorbar el paso de los carruajes. Una de las ventajas de la modernidad es que se ha democratizado la desconsideración. Ahora todos empujamos a todos. 

Es fácil pensar que, cuando se consigue por fin un hueco en un vagón y el metro se pone en marcha, la parte más difícil del juego ya ha pasado. Es un error comprensible, porque el viajero se encuentra ahora inmerso en el segundo nivel, menos obviamente peligroso, más sutil en sus obstáculos. Es el nivel de los autómatas, seres que han decidido de forma voluntaria prescindir de sus sentidos y que permanecen aislados del entorno gracias a variados adminículos: pantallas que ocupan su vista, auriculares que taponan sus oídos. No ven, no oyen. Es fácil sentir una extraña soledad en medio de estas criaturas encapsuladas en sus músicas, sus conversaciones de WhatsApp, sus vídeos de Instagram y TikTok. Es verdad que no hay ya temor de ser arrollado y que estos autómatas resultan a priori menos amenazadores que los temibles kamikazes, pero hay algo en su presencia a medias, en su fría indiferencia, que produce miedo. Por muy lesionado que se esté, por muy mayor que se sea, por muy cargado que se vaya, es inútil esperar que alguno de estos personajes parapetados tras pantallas levante la vista para considerar la existencia de un congénere en apuros y le brinde su ayuda, cediéndole, por ejemplo, el asiento. Me producen especial inquietud los autómatas camuflados, aquellos que están en apariencia en contacto con el exterior, pero que viajan en total aislamiento auditivo, inmersos en los sonidos que salen de sus auriculares. Es frecuente verlos plantados en medio del vagón, obstaculizando el paso hacia la puerta, y cuando se les pregunta si van a salir, no se hacen eco de la demanda. No oyen, no se fijan en nadie ni se dan cuenta de nada; es como intentar comunicarse con un maniquí. En consecuencia, hay que sortearlos sin esperar colaboración ninguna por su parte. Algunos van pertrechados con mochilas que los convierten en gigantes jorobados. Son los más peligrosos. Viajando en vagones atestados de estos seres desconectados del mundo, me asaltan con frecuencia ideas locas. Podría marearme, tener un desvanecimiento, un percance más grave incluso, y nadie se percataría. Es posible que no llegara a caerme al suelo y permaneciera en pie en la estrechez del cubículo abarrotado, apretada entre tres espaldas y una mochila. En el colmo del delirio, me imagino ya cadáver, viajando en esa inverosímil verticalidad, rodeada de viajeros vivos solo a medias. 

Me agoto simplemente con evocar los ajetreados trayectos en metro a los que con tanta frecuencia he tenido que recurrir en los últimos tiempos. Mi rodilla da signos de mejoría y eso me alivia, aparte de por los motivos obvios, porque pronto recuperaré mi hábito de sustituir muchos de estos viajes subterráneos por paseos en la superficie. Esquivaré menos kamikazes, no soportaré tantas veces la helada indiferencia de los autómatas. Me salgo del videojuego, supongo que con la peor puntuación posible. Nunca me había alegrado tanto de ser una perdedora.

Comentarios

  1. Comparto tu miedo, pero en una ocasión era tal mi cabreo que me lancé en picado hacia la vorágine con intención de no esquivar a nadie y en medio de corrientes ascendentes y descendentes. Salí ileso. Aún no sé como. Al final comprendí que había obedecido a un impulso irracional de rebeldía tan fuerte que estaba dispuesto a arrollar y ser arrollado; algo así como hacer "puenting" o barranquismo...

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  2. Esto que me cuentas me recuerda a una escena impresionante de la (también impresionante en general) película "El expreso de medianoche" de Alan Parker. En ella vemos al protagonista confinado en una celda con un montón de presos. En el centro de la celda hay una columna de piedra y los prisioneros, completamente adocenados, dan vueltas en torno a ella como autómatas. En un momento de rebeldía suprema, el protagonista decide dar vueltas en sentido contrario al resto, chocándose y recibiendo miradas de estupor. Es su forma de manifestar que no piensa rendirse a su terrible situación. Comprendo también tu conato de rebeldía frente a la corriente humana, insensible e implacable, en que nos convertimos en nuestro devenir diario.

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